Page 606 - El Señor de los Anillos
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lengua llamáis el Bosque de los Ents. ¿O creéis que le han puesto ese nombre por
      pura fantasía? No, Théoden, no es así: para ellos vosotros no sois más que historia
      pasajera; poco o nada les interesan todos los años que van desde Eorl el Joven a
      Théoden el Viejo, y a los ojos de los ents todas las glorias de vuestra casa son en
      verdad muy pequeña cosa.
        El rey guardó silencio.
        —¡Ents!  —dijo  al  fin—.  Fuera  de  las  sombras  de  la  leyenda  empiezo  a
      entender, me parece, la maravilla de estos árboles. He vivido para conocer días
      extraños. Durante mucho tiempo hemos cuidado de nuestras bestias y nuestras
      praderas, y edificamos casas y forjamos herramientas y prestamos ayuda en las
      guerras de Minas Tirith. Y a eso llamábamos la vida de los hombres, las cosas del
      mundo.  Poco  nos  interesaba  lo  que  había  más  allá  de  las  fronteras  de  nuestra
      tierra. Hay canciones que hablan de esas cosas, pero las hemos olvidado, y sólo
      se  las  enseñamos  a  los  niños  por  simple  costumbre.  Y  ahora  las  canciones
      aparecen entre nosotros en parajes extraños, caminan a la luz del sol.
        —Tendríais que alegraros, Rey Théoden —dijo Gandalf—. Porque no es sólo
      la pequeña vida de los hombres la que está hoy amenazada, sino también la vida
      de todas esas criaturas que para vos eran sólo una leyenda. No os faltan aliados,
      Théoden, aunque ignoréis que existan.
        —Sin embargo, también tendría que entristecerme —dijo Théoden—, porque
      cualquiera que sea la suerte que la guerra nos depare, ¿no es posible que al fin
      muchas bellezas y maravillas de la Tierra Media desaparezcan para siempre?
        —Es  posible  —dijo  Gandalf—.  El  mal  que  ha  causado  Sauron  jamás  será
      reparado  por  completo,  ni  borrado  como  si  nunca  hubiese  existido.  Pero  el
      destino nos ha traído días como éstos. ¡Continuemos nuestra marcha!
        Alejándose del Valle, tomaron la ruta que conducía a los Vados. Legolas los
      siguió de mala gana. Hundido ya detrás de las orillas del mundo, el sol se había
      puesto; pero cuando salieron de entre las sombras de las colinas y volvieron la
      mirada el este, hacia la Quebrada de Rohan, el cielo estaba todavía rojo y un
      resplandor incandescente iluminaba las nubes que flotaban a la deriva. Oscuros
      contra el cielo, giraban y planeaban numerosos pájaros de alas negras. Algunos
      pasaron  lanzando  gritos  lúgubres  por  encima  de  los  viajeros,  de  regreso  a  los
      nidos entre las rocas.
        —Las  aves  de  rapiña  han  estado  ocupadas  en  el  campo  de  batalla  —dijo
      Eomer.
        Cabalgaban  a  un  trote  lento  mientras  la  oscuridad  envolvía  las  llanuras  de
      alrededor.  La  luna  ascendía,  ahora  en  creciente,  y  a  la  fría  luz  de  plata  las
      praderas se movían subiendo y bajando como el oleaje de un mar inmenso y
      gris. Habían cabalgado unas cuatro horas desde la encrucijada cuando vieron los
      Vados. Largas y rápidas pendientes descendían hasta un bajío pedregoso del río,
      entre terrazas altas y herbosas. Transportado por el viento, les llegó el aullido de
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