Page 609 - El Señor de los Anillos
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—¡Quedaos  donde  estáis!  —dijo  Gandalf—.  ¡No  desenvainéis  las  armas!
      ¡Esperad y pasará de largo!
        Una neblina espesa los envolvió. En el cielo aún brillaban débilmente unas
      pocas  estrellas,  pero  alrededor  se  alzaban  unas  paredes  de  oscuridad
      impenetrable; estaban en un callejón estrecho entre móviles torres de sombras.
      Oían voces, murmullos y gemidos, y un interminable suspiro susurrante; la tierra
      temblaba debajo. Largo les pareció el tiempo que pasaron allí atemorizados e
      inmóviles; pero al fin la oscuridad y los rumores se desvanecieron, perdiéndose
      entre los brazos de la montaña.
      Allá lejos en el sur, en Cuernavilla, en mitad de la noche, los hombres oyeron un
      gran fragor, como un vendaval en el valle, y la tierra se estremeció; y todos se
      aterrorizaron y ninguno se atrevió a ir a ver qué había ocurrido.
        Pero por la mañana, cuando salieron, quedaron estupefactos: los cadáveres
      de los orcos habían desaparecido y también los árboles. En las profundidades del
      Valle  del  Abismo,  las  hierbas  estaban  aplastadas  y  pisoteadas  como  si  unos
      pastores  gigantescos  hubiesen  llevado  allí  a  apacentar  unos  inmensos  rebaños;
      pero una milla más abajo de la empalizada habían cavado un foso profundo y
      sobre él habían levantado una colina de piedras. Los hombres sospecharon que
      allí yacían los orcos muertos en la batalla; pero si junto con ellos estaban los que
      habían huido al bosque, nadie lo supo jamás, pues ningún hombre volvió a poner
      los  pies  en  aquella  colina.  La  Quebrada  de  la  Muerte,  la  llamaron,  y  jamás
      creció en ella una brizna de hierba. Pero los árboles extraños ya no volvieron a
      aparecer en el Valle del Bajo; habían partido al amparo de la noche hacia los
      lejanos y oscuros valles de Fangorn. Así se habían vengado de los orcos.
      El rey y su escolta no durmieron más aquella noche; pero no vieron ni oyeron
      otras cosas extrañas, excepto una: la voz del río, que despertó de improviso. Hubo
      un murmullo como de agua que corriera sobre las piedras y casi en seguida el
      Isen fluyó y burbujeó otra vez como lo hiciera siempre.
        Al alba se dispusieron a reanudar la marcha. El amanecer era pálido y gris, y
      no vieron salir el sol. Arriba se cernía una niebla espesa y un olor acre flotaba
      sobre  el  suelo.  Avanzaban  lentamente,  cabalgando  ahora  por  la  carretera.  Era
      ancha  y  firme,  y  estaba  bien  cuidada.  Vagamente,  a  través  de  la  niebla,
      alcanzaban a ver el largo brazo de las montañas que se elevaban a la izquierda.
        Habían penetrado en Nan Curunir, en el Valle del Mago. Era un valle bien
      reparado, abierto sólo hacia el sur. En otros tiempos había sido hermoso y feraz,
      y por él corría el Isen, ya profundo e impetuoso antes de encontrar las llanuras;
      pues  era  alimentado  por  los  manantiales  y  arroyos  de  las  colinas,  y  todo
      alrededor se extendía una tierra fértil y apacible.
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