Page 610 - El Señor de los Anillos
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No era así ahora. Bajo los muros de Isengard había campos cultivados por los
      esclavos de Saruman; pero la mayor parte del valle había sido convertida en un
      páramo de malezas y espinos. Los zarzales se arrastraban por el suelo, o trepaban
      por los matorrales y las barrancas, formando una maraña de madrigueras donde
      vivían pequeñas bestias salvajes. Allí no crecían árboles; pero entre las hierbas
      aún podían verse las cepas quemadas y hachadas de antiguos bosquecillos. Era
      un  paisaje  triste,  que  sólo  tenía  una  voz:  el  rumor  pedregoso  de  los  rápidos.
      Humos  y  vapores  flotaban  en  los  terrenos  bajos  del  valle.  Los  jinetes  no
      hablaban.  Muchos  se  sentían  intranquilos  y  se  preguntaban  a  qué  triste  fin  los
      llevaría ese viaje.
        Luego de algunas millas de cabalgata la carretera se convirtió en una calle
      ancha, pavimentada con grandes piedras planas, bien escuadradas y dispuestas
      con habilidad; ni una brizna de hierba crecía en las junturas. A ambos lados de la
      calle  había  unas  zanjas  profundas  y  por  ellas  corría  el  agua.  De  pronto,  una
      elevada columna se alzó ante ellos. Era negra y tenía encima una gran piedra
      tallada y pintada: como una larga Mano Blanca. Los dedos apuntaban al norte.
      Las puertas de Isengard ya no podían estar lejanas, pensaron, y sintieron otra vez
      una congoja en el corazón; pero no podían ver qué había más allá de la niebla.
      Bajo el brazo de las montañas y en el interior del Valle del Mago se alzaba desde
      tiempos inmemoriales esa antigua morada que los hombres llamaban Isengard:
      estaba  formada  en  parte  por  las  montañas  mismas,  pero  en  otras  épocas  los
      Hombres de Oesternesse habían llevado a cabo grandes trabajos en ese sitio, y
      Saruman, que vivía allí desde hacía mucho tiempo, no había estado ocioso.
        Así era esta morada en la época del apogeo de Saruman, cuando muchos lo
      consideraban el Mago de los Magos. Un alto muro circular de piedra, como una
      cadena de acantilados, se alejaba del flanco de la montaña y volvía describiendo
      una  curva.  Tenía  una  única  entrada:  un  gran  arco  excavado  en  la  parte
      meridional.  Allí,  a  través  de  la  roca  negra,  corría  un  túnel,  cerrado  en  cada
      extremo por poderosas puertas de hierro. Estas puertas habían sido construidas
      con tanto ingenio y giraban en tan perfecto equilibrio sobre los grandes goznes
      (estacas de acero enclavadas en la roca viva) que cuando les quitaban las trancas
      un ligero empujón bastaba para que se abriesen sin ruido. Quien recorriese de
      uno  a  otro  extremo  aquella  galería  oscura  y  resonante,  saldría  a  una  llanura
      circular  y  ligeramente  cóncava,  como  un  enorme  tazón:  una  milla  medía  de
      borde a borde. En otros tiempos había sido verde y con avenidas y bosques de
      árboles frutales, bañados por los arroyos que bajaban de las montañas al lago.
      Pero ningún verdor crecía allí en los últimos tiempos de Saruman. Las avenidas
      estaban pavimentadas con losas oscuras de piedra y a los lados no había árboles
      sino hileras de columnas, algunas de mármol, otras de cobre y hierro, unidas por
      pesadas cadenas.
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