Page 612 - El Señor de los Anillos
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a nadie contaron lo que allí habían visto.
        Gandalf  cabalgó  resueltamente  hacia  la  columna  de  la  Mano  y  en  el
      momento en que la dejaba atrás los jinetes vieron con asombro que la Mano ya
      no era blanca. Ahora tenía manchas como de sangre coagulada y al observarla
      más de cerca notaron que las uñas eran rojas. Gandalf, imperturbable, continuó
      galopando en la niebla, seguido de mala gana por los caballeros. Ahora, como si
      se hubiese producido una súbita inundación, había grandes charcos a ambos lados
      del  camino,  el  agua  desbordaba  de  las  acequias  y  corría  en  riachos  entre  las
      piedras.
        Por fin Gandalf se detuvo y con un ademán los invitó a acercarse: y vieron
      entonces que la niebla se disipaba delante del mago y que brillaba un sol pálido.
      Era pasado el mediodía y habían llegado a las puertas de Isengard.
        Pero las puertas habían sido arrancadas de los goznes y yacían retorcidas a
      los pies de la gran arcada. Y había piedras por doquier, piedras resquebrajadas y
      desmenuzadas en incontables esquirlas, dispersas por los alrededores o apiladas
      en montículos de escombros. La bóveda de la entrada seguía aún en pie, pero
      desembocaba  en  un  abismo  desguarnecido:  el  techo  de  la  galería  se  había
      derrumbado y en los muros semejantes a acantilados se abrían grandes brechas
      y  fisuras;  y  las  torres  habían  sido  reducidas  a  polvo.  Si  el  Gran  Mar  hubiese
      montado en cólera y en una tormenta se hubiese abatido sobre las colinas, no
      habría podido provocar una ruina semejante.
        Más  allá,  el  Anillo  de  Isengard  rebosaba  de  agua  y  humo;  un  caldero
      hirviente, en el que se mecían y flotaban restos de vigas y berlingas, arcones y
      barriles  y  aparejos  despedazados.  Las  columnas  asomaban  resquebrajadas  y
      torcidas  por  encima  del  agua,  y  los  caminos  estaban  anegados.  Lejana  al
      parecer, velada por un torbellino de nube, se alzaba la isla rocosa. Imponente y
      oscura como siempre —la tempestad no la había tocado— se erguía la torre de
      Orthanc; unas aguas lívidas le lamían los pies.
        A  caballo,  inmóviles  y  silenciosos,  el  rey  y  su  escolta  observaban
      maravillados, comprendiendo que el poder de Saruman había sido destruido; pero
      no podían imaginarse cómo. Volvieron la mirada a la bóveda de la entrada y las
      puertas derruidas. Y allí, muy cerca, vieron un gran montón de escombros; y de
      pronto  repararon  en  dos  pequeñas  figuras  plácidamente  sentadas  sobre  los
      escombros, vestidas de gris, casi invisibles entre las piedras. Estaban rodeadas de
      botellas  y  tazones  y  escudillas,  como  si  acabaran  de  disfrutar  de  una  buena
      comida,  y  ahora  descansaran.  Uno  parecía  dormir;  el  otro,  con  las  piernas
      cruzadas y los brazos en la nuca, se apoyaba contra una roca y echaba por la
      boca volutas y anillos de un tenue humo azul.
        Por un momento Théoden y Eomer y sus hombres los miraron, paralizados
      por el asombro. En medio de toda la ruina de Isengard, ésta parecía ser para ellos
      la  visión  más  extraña.  Pero  antes  de  que  el  rey  pudiera  hablar,  el  pequeño
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