Page 679 - El Señor de los Anillos
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que  deseas  es  verlo  y  tocarlo,  si  puedes,  aunque  sabes  que  enloquecerías.  No
      sobre el Tesoro. Jura por él, si quieres. Pues tú sabes dónde está. Sí, tú lo sabes,
      Sméagol. Está delante de ti.
        Por un instante Sam tuvo la impresión de que su amo había crecido y que
      Gollum  había  empequeñecido:  una  sombra  alta  y  severa,  un  poderoso  y
      luminoso señor que se ocultaba en una nube gris, y a sus pies, un perrito lloroso.
      Sin  embargo,  no  eran  dos  seres  totalmente  distintos,  había  entre  ellos  alguna
      afinidad: cada uno podía adivinar lo que pensaba el otro.
        Gollum se incorporó y se puso a tocar a Frodo, acariciándole las rodillas.
        —¡Abajo! ¡Abajo! Ahora haz tu promesa.
        —Prometemos,  sí,  ¡yo  prometo!  —dijo  Gollum—.  Serviré  al  señor  del
      Tesoro.  Buen  amo,  buen  Sméagol,  ¡gollum, gollum!  —Súbitamente  se  echó  a
      llorar y volvió a morderse el tobillo.
        —¡Sácale la cuerda, Sam! —dijo Frodo.
        De mala gana, Sam obedeció. Gollum se puso de pie al instante y caracoleó
      como un cuzco que recibe una caricia luego del castigo.
        A partir de entonces hubo en él una curiosa transformación que se prolongó
      un cierto tiempo.
        La voz era menos sibilante y menos llorosa, y hablaba directamente con los
      hobbits, no con aquel tesoro bienamado. Se encogía y retrocedía si los hobbits se
      le acercaban o hacían algún movimiento brusco, y evitaba todo contacto con las
      capas  élficas;  pero  se  mostraba  amistoso,  y  en  verdad  daba  lástima  observar
      cómo se afanaba tratando de complacer a los hobbits. Se desternillaba de risa y
      hacía cabriolas ante cualquier broma, o cuando Frodo le hablaba con dulzura; y
      se echaba a llorar si lo reprendía. Sam casi no le hablaba. Desconfiaba de este
      nuevo  Gollum,  de  Sméagol,  más  que  nunca,  y  le  gustaba,  si  era  posible,  aún
      menos que el antiguo.
        —Y bien, Gollum, o como rayos te llames —dijo—, ¡ha llegado la hora! La
      luna  se  ha  escondido  y  la  noche  se  va.  Convendría  que  nos  pusiéramos  en
      marcha.
        —Sí, sí —asintió Gollum, brincando alrededor—. ¡En marcha! No hay más
      que un camino entre el extremo norte y el extremo sur. Yo lo descubrí, yo. Los
      orcos no lo utilizan, los orcos no lo conocen. Los orcos no atraviesan las Ciénagas,
      hacen rodeos de millas y millas. Es una gran suerte que hayáis venido por aquí.
      Es una gran suerte que os encontrarais con Sméagol, sí. Seguid a Sméagol.
        Se alejó unos pasos y volvió la cabeza, en una actitud de espera solícita, como
      un perro que los invitara a dar un paseo.
        —¡Espera un poco, Gollum! —le gritó Sam—. ¡No te adelantes demasiado!
      Te seguiré de cerca, y tengo la cuerda preparada.
        —¡No, no! —dijo Gollum—. Sméagol prometió.
        En  plena  noche  y  a  la  luz  clara  y  fría  de  las  estrellas,  emprendieron  la
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