Page 695 - El Señor de los Anillos
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a descansar. Durante dos noches más avanzaron penosamente por aquella tierra
monótona y sin caminos. El aire, les parecía, se había vuelto más áspero,
cargado de un vapor acre que los sofocaba y les secaba la boca.
Por fin, en la quinta mañana desde que se pusieran en camino con Gollum, se
detuvieron una vez más. Ante ellos, negras en el amanecer, las cumbres se
perdían en una alta bóveda de humo y nubarrones sombríos. De las faldas de las
montañas, que se alzaban ahora a sólo una docena de millas, nacían grandes
contrafuertes y colinas anfractuosas. Frodo miró en torno, horrorizado. Si las
Ciénagas de los Muertos y los páramos secos de la Tierra de Nadie les habían
parecido sobrecogedores, mil veces más horripilante era el paisaje que el lento
amanecer desvelaba a los ojos entornados de los viajeros. Hasta el Pantano de
las Caras Muertas llegaría acaso alguna vez un trasnochado espectro de verde
primavera; pero estas tierras nunca más conocerían la primavera ni el estío.
Nada vivía aquí, ni siquiera esa vegetación leprosa que se alimenta de la
podredumbre. Cenizas y lodos viscosos de un blanco y un gris malsanos
ahogaban las bocas jadeantes de las ciénagas, como si las entrañas de los montes
hubiesen vomitado una inmundicia sobre las tierras circundantes. Altos túmulos
de roca triturada y pulverizada, grandes conos de tierra calcinada y manchada
de veneno, que se sucedían en hileras interminables, como obscenas sepulturas
de un cementerio infinito, asomaban lentamente a la luz indecisa.
Habían llegado a la desolación que nacía a las puertas de Mordor: ese
monumento permanente a los trabajos sombríos de muchos esclavos, y destinado
a sobrevivir aun cuando todos los esfuerzos de Sauron se perdieran en la nada:
una tierra corrompida, enferma sin la más remota esperanza de cura, a menos
que el Gran Mar la sumergiera en las aguas del olvido.
—Me siento mal —dijo Sam. Frodo callaba.
Permanecieron allí unos instantes, como hombres a la orilla de un sueño en el
que acecha una pesadilla, procurando no amilanarse, pero recordando que sólo
atravesando la noche se llega a la mañana. La luz crecía alrededor. Las ciénagas
ahogadas y los túmulos envenenados se recortaban ya nítidos y horribles. El sol,
ahora alto, surcaba el cielo entre nubes y largos regueros de humo, pero la luz
parecía impura y viciada, y no alegró los corazones de los hobbits. La sintieron
hostil, pues les mostraba el desamparo en que estaban: pequeños fantasmas
atribulados y errantes entre los túmulos de cenizas del Señor Oscuro.
Demasiado fatigados, buscaron un sitio donde descansar. Durante un rato
estuvieron sentados y sin hablar a la sombra de un túmulo de escoria, pero los
vapores fétidos les atacaban la garganta y los sofocaban. Gollum fue el primero
en levantarse. Escupiendo y echando maldiciones, se puso de pie, y sin una
palabra ni una mirada a los hobbits se alejó en cuatro patas. Frodo y Sam se
arrastraron detrás, hasta que llegaron a un foso enorme y casi circular que se
elevaba en el oeste en un terraplén. Estaba frío y muerto y un cieno viscoso y