Page 694 - El Señor de los Anillos
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Sam lo sorprendía a veces echando miradas extrañas, principalmente a Frodo;
      además, recaía, cada vez más a menudo, en el lenguaje de antes. Y Sam tenía
      otro  motivo  de  preocupación.  Frodo  parecía  cansado,  cansado  hasta  el
      agotamiento. No decía nada, en realidad casi no hablaba; tampoco se quejaba,
      pero caminaba como si soportara una carga cuyo peso aumentaba sin cesar; y se
      arrastraba con una lentitud cada vez mayor, al punto que Sam tenía que rogarle a
      menudo a Gollum que esperase a fin de no dejar atrás al amo.
        Frodo sentía, en efecto, que con cada paso que lo acercaba a las puertas de
      Mordor, el Anillo, sujeto a la cadena que llevaba al cuello, se volvía más y más
      pesado. Y empezaba a tener la sensación de llevar a cuestas un verdadero fardo,
      cuyo peso lo vencía y lo encorvaba. Pero lo que más inquietaba a Frodo era el
      Ojo: así llamaba en su fuero íntimo a esa fuerza más insoportable que el peso del
      Anillo  que  lo  obligaba  a  caminar  encorvado.  El  Ojo:  la  creciente  y  horrible
      impresión de la voluntad hostil, decidida a horadar toda sombra de nube, de tierra
      y de carne para verlo: para inmovilizarlo con una mirada mortífera, desnuda,
      inexorable.  ¡Qué  tenues,  qué  frágiles  y  tenues  eran  ahora  los  velos  que  lo
      protegían!  Frodo  sabía  bien  dónde  habitaba  y  cuál  era  el  corazón  de  aquella
      voluntad: con tanta certeza como un hombre que sabe dónde está el sol, aun con
      los ojos cerrados. Estaba allí, frente a él, y esa fuerza le golpeaba la frente.
        Gollum sentía sin duda algo parecido. Pero lo que acontecía en aquel corazón
      miserable,  acorralado  como  estaba  entre  las  presiones  del  Ojo,  la  codicia  del
      Anillo ahora tan al alcance de la mano, y la promesa reticente y humillante que
      hiciera a medias bajo la amenaza de la espada, los hobbits no podían adivinarlo.
      Frodo no había pensado en eso en ningún momento. Y Sam preocupado como
      estaba  por  su  señor,  casi  no  había  reparado  en  la  nube  que  le  ensombrecía  el
      corazón.  Ahora  caminaba  detrás  de  Frodo,  y  observaba  con  mirada  vigilante
      cada  uno  de  sus  movimientos,  sosteniéndolo  cuando  vacilaba,  procurando
      alentarlo, con palabras desmañadas.
      Cuando despuntó por fin el día, los hobbits se sorprendieron al ver cuánto más
      próximas  estaban  ya  las  montañas  infaustas.  El  aire  era  ahora  más  límpido  y
      fresco,  y  aunque  todavía  lejanos,  los  muros  de  Mordor  no  parecían  ya  una
      amenaza  nebulosa  en  el  horizonte,  sino  unas  torres  negras  y  siniestras  que  se
      erguían del otro lado de un desierto tenebroso. Las tierras pantanosas terminaban
      transformándose paulatinamente en turberas muertas y grandes placas de barro
      seco  y  resquebrajado.  Ante  ellos  el  terreno  se  elevaba  en  largas  cuchillas,
      desnudas y despiadadas, hacia el desierto que se extendía a las puertas de Sauron.
        Mientras  duró  la  luz  grísea  del  alba,  se  agazaparon  encogiéndose  como
      gusanos  debajo  de  una  piedra  negra,  temiendo  que  el  terror  alado  pasara
      nuevamente y los ojos crueles alcanzaran a verlos. El resto de aquel día fue una
      sombra creciente de miedo en que la memoria no encontró nada en que posarse
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