Page 948 - El Señor de los Anillos
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Dúnedain,  Montaraces  del  Norte,  al  frente  de  un  ejército  de  hombres  del
      Lebennin, el Lamedon y los feudos del Sur. Pero delante de todos iba Aragorn,
      blandiendo  la  Llama  del  Oeste,  Andúril,  que  chisporroteaba  como  un  fuego
      recién  encendido,  Narsil  forjada  de  nuevo,  y  tan  mortífera  como  antaño;  y
      Aragorn llevaba en la frente la Estrella de Elendil.
        Y  así  Eomer  y  Aragorn  volvieron  a  encontrarse  por  fin,  en  la  hora  más
      reñida  del  combate;  y  apoyándose  en  las  espadas  se  miraron  a  los  ojos  y  se
      alegraron.
        —Ya  ves  cómo  volvemos  a  encontrarnos,  aunque  todos  los  ejércitos  de
      Mordor se hayan interpuesto entre nosotros —dijo Aragorn—. ¿No te lo predije
      en Cuernavilla?
        —Sí,  eso  dijiste  —respondió  Eomer—,  pero  las  esperanzas  suelen  ser
      engañosas, y en ese entonces yo ignoraba que fueses vidente. No obstante, es dos
      veces  bendita  la  ayuda  inesperada,  y  jamás  un  reencuentro  entre  amigos  fue
      más jubiloso. —Y se estrecharon las manos—. Ni más oportuno, en verdad —
      añadió Eomer—.Tu llegada no es prematura, amigo mío. Hemos sufrido grandes
      pérdidas y terribles pesares.
        —¡A  vengarlos,  entonces,  más  que  a  hablar  de  ellos!  exclamó  Aragorn;  y
      juntos cabalgaron de vuelta a la batalla.
      Dura y agotadora fue la larga batalla que los esperaba, pues los Hombres del Sur
      eran temerarios y encarnizados, y feroces en la desesperación; y los del Este,
      recios  y  aguerridos,  no  pedían  cuartel.  Aquí  y  allá,  en  las  cercanías  de  algún
      granero  o  una  granja  incendiados,  en  las  lomas  y  montecillos,  al  pie  de  una
      muralla o en campo raso, volvían a reunirse y a organizarse, y la lucha no cejó
      hasta que acabó el día.
        Y cuando el sol desapareció detrás del Mindolluin y los grandes fuegos del
      ocaso llenaron el cielo, las montañas y colinas de alrededor parecían tintas en
      sangre; las llamas rutilaban en las aguas del río, y las hierbas que tapizaban los
      campos del Pelennor eran rojas a la luz del atardecer. A esa hora terminó la gran
      batalla de los campos de Gondor; y dentro del circuito del Rammas no quedaba
      con vida un solo enemigo. Todos habían muerto allí, salvo aquellos que huyeron
      para encontrar la muerte o perecer ahogados en las espumas rojas del río. Pocos
      pudieron regresar al Este, a Morgul o a Mordor; y sólo rumores de las regiones
      lejanas llegaron a las tierras de los Haradrim: los rumores de la ira y el terror de
      Gondor.
      Extenuados  más  allá  de  la  alegría  y  el  dolor,  Aragorn,  Eomer  e  Imrahil
      regresaron  cabalgando  a  la  Puerta  de  la  Ciudad:  ilesos  los  tres  por  obra  de  la
      fortuna  y  el  poder  y  la  destreza  de  sus  brazos;  pocos  se  habían  atrevido  a
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