Page 57 - III Concurso Literario
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Recordó como fue por vez primera sentir el olor de cuerpos bajo el fuego, ese olor acre e
                  irrespirable;  pensar  esa  piel  crujiendo,  el  desaparecer  tangible  de  todo,  hasta  de  los
                  huesos; ver las cenizas al día siguiente. Recordó el no poder dormir su primera noche,
                  palpitar una  pesadilla  exaltada, el  terror  inundándolo  todo.  Recordó  como  luego  llegó  a
                  acostumbrarse, al menos por momentos. Recordó la alegría de ver a su familia después
                  de  esos  veinte  primeros  días.  Recordó  el  no  querer  volver  al  campamento.  Recordó
                  empezar nuevamente con esa rutina tortuosa. Solía pensar que el quemar esos cuerpos
                  se  parecía  a  un  desbarrancadero  en  el  que  se  empujan  animales  y  que  es  más
                  desesperante  el  saber  de  la  caída  que  la  caída  en  sí  misma.  Se  pensaba  a  sí  mismo
                  desbarrancando.

                  El hombre es un ser extraño, logra habituarse a todo, incluso al horror. Se resigna y niega
                  para seguir viviendo. Se vuelve monótono pero sigue. Muchas veces siquiera visualiza la
                  fuerza que lo impulsa, su alma se pierde en el hacer del día a día, aunque no sin costo.

                  Menelik  con  el  tiempo  sólo  pudo  dormirse  tomando  alcohol,  sufría  insomnio,  se  volvía
                  irritable  y  violento  por  momentos.  Apenas  conversaba  con  sus  compañeros,  los
                  despreciaba tanto como a sí mismo, y los comprendía.

                  Con  el  avance  de  la  epidemia  se  redujeron  los  plazos  de  visita  a  las  familias  y  se
                  ampliaron los de trabajo. Esa tarde, cuando llegó el camión, todos empezaron a bajar los
                  cuerpos. Realizaron la rutina de manera autómata hasta que algo los detuvo en seco. Una
                  bolsa  pequeña.  Fue  entonces  cuando  el  jefe,  que  apenas  se  distinguía  en  su  rol,  se
                  acercó al camión sin mirar al resto. Vio el nombre del cuerpo y esperando unos segundos,
                  con ojos perturbados como su espíritu, dio un vistazo rápido hasta detenerse en uno de
                  sus  hombres,  Dakari  Fotso.  La  bolsa  llevaba  su  apellido.  No  hubo  palabras.  Dakari  se
                  acercó errante y sin pensarlo, abrió la bolsa. Abrazó muy fuerte al cuerpo débil y sin vida,
                  lloró  lágrimas  infinitas,  desde  la  furia  y  el  dolor  más  grande.  Sólo  Menelik  reaccionó,
                  alcanzó nafta y ayudó a rosearlos. Ahí supo que la existencia puede perder sentido y sólo
                  resta despedirse abrazando lo que se amó.


                  Cuenco
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