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AUTOR                                                                                               Libro
               Tal vez mi error era involucrarme tanto en mitos y leyendas y volver la espalda al
               mundo humano. Tal vez...
                     No. A Jacob no iba a pasarle nada malo. Tenía que creer en eso o sería incapaz
               de seguir funcionando.
                     —¡Arggh! —gruñí, y me bajé del tronco de un salto. No podía estar quieta: era
               aún peor que pasear.
                     La verdad es que había contado con oír a Edward esa mañana. Aquello parecía
               lo único capaz de hacerme soportable el día entero. Últimamente la herida del pecho
               había estado supurando, como para vengarse de las veces en que la presencia de
               Jacob la había aliviado. Los bordes me escocían.
                     Mientras paseaba, las olas empezaron a levantarse y a estrellarse contra las
               rocas, pero el viento seguía sin soplar. Me sentía clavada en el sitio por la presión de
               la tormenta. Todo se arremolinaba a mi alrededor, pero donde yo estaba nada parecía
               moverse. El aire tenía una leve carga eléctrica, sentía la estática en el pelo.
                     A lo lejos las olas se veían más bravías que cerca de la orilla. Podía divisar cómo
               azotaban la línea de los acantilados y proyectaban grandes nubes de espuma blanca
               hacia el cielo. Aún no se apreciaba ningún movimiento en el aire, aunque ahora las
               nubes se acumulaban con más rapidez. Era una visión extraña, como si se movieran
               por voluntad propia. Tuve un estremecimiento, aunque sabía que sólo era una ilusión
               creada por la presión del aire.
                     Los acantilados se recortaban como el filo de un cuchillo negro contra el lívido
               cielo. Al contemplarlos, recordé el día en que Jacob me había hablado de Sam y su
               «banda».   Pensé   en   los   chicos   —los   hombres   lobo—   arrojándose   al   vacío.   Tenía

               grabada en mi mente la imagen de sus cuerpos cayendo en espiral hacia el agua. Me
               imaginé la sensación de libertad absoluta de la caída. También evoqué la forma en
               que la voz de Edward sonaba en mi cabeza: furiosa, aterciopelada, perfecta... El vacío
               de mi pecho se hizo aún más angustioso.
                     Tenía que haber alguna forma de aliviarlo. El dolor se volvía más insoportable
               por segundos. Miré hacia los farallones y las olas que rompían contra ellos.
                     Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué no acabar con esa angustia ahora mismo?
                     Jacob me había prometido zambullirse conmigo desde las rocas. Sólo porque él
               no   estuviera   disponible,   ¿debía   renunciar   a   una   diversión   que   necesitaba
               urgentemente? De hecho, saber que Jacob estaba jugándose la vida hacía que la
               necesitara aún más. Porque, básicamente, se la estaba jugando por mí. De no ser por
               mí, Victoria no habría venido aquí para matar a la gente, sino que estaría en algún
               otro lugar lejano. Así que, si le pasaba algo a Jacob, sería por mi culpa. Comprenderlo
               finalmente fue como una puñalada, y tuve que salir corriendo por el camino que
               llevaba a casa de Billy, donde había dejado aparcado el coche.
                     Sabía cómo llegar hasta el sendero que corría junto a los acantilados, pero tuve
               que hallar el caminito que llevaba hasta el borde. Mientras lo seguía, fui buscando
               bifurcaciones y recodos, pues sabía que Jake tenía la intención de llevarme al saliente
               inferior, y no al más alto; pero el camino conducía hacia el extremo del acantilado sin
               ofrecer opción alguna. No tenía tiempo para buscar otra forma de bajar: la tormenta




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