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AUTOR                                                                                               Libro
                     —No es tan peligroso para ellos como crees —me consoló Billy—. Sam sabe lo
               que hace. Tú eres la única que tiene motivo para inquietarse. La vampira no quiere
               luchar contra ellos, sólo busca la forma de burlarlos... para llegar hasta ti.
                     —¿Seguro   que   Sam   sabe   lo   que   hace?   —pregunté,   sin   hacer   caso   a   su
               preocupación por mí—. Hasta ahora sólo han matado a un vampiro. Puede haber
               sido cuestión de suerte.
                     —Nos tomamos muy en serio lo que hacemos, Bella. No han pasado nada por
               alto. Todo lo que necesitan saber se ha transmitido de padres a hijos a lo largo de
               generaciones.
                     Sus palabras no me tranquilizaron tanto como él pretendía. El recuerdo de
               Victoria —salvaje, felina, letal— aún seguía grabado en mi mente. Si no conseguía
               burlar a los lobos, finalmente podía intentar abrirse paso por encima de ellos.
                     Billy siguió desayunando. Yo me senté en el sofá y me dediqué a hacer zapping
               frente al televisor. No aguanté mucho rato. En aquella salita empecé a sentirme
               encerrada, claustrofóbica, inquieta por no poder ver lo que había más allá de las
               cortinas.
                     —Estaré en la playa —le dije a Billy sin previo aviso, y me apresuré hacia la
               puerta.
                     Estar en el exterior no me ayudó tanto como esperaba. Las nubes me oprimían
               con un peso invisible que no ayudaba a aliviar mi claustrofobia. Mientras caminaba
               hacia la playa, me di cuenta de que el bosque parecía extrañamente vacío. No se veía
               ningún animal: ni pájaros, ni ardillas. Tampoco se oía el canto  de las aves. Aquel
               silencio era siniestro. Ni siquiera se escuchaba el rumor del viento entre los árboles.

                     Sabía que la culpa de todo eso la tenía el cambio de tiempo, pero aun así me
               ponía nerviosa. La presión cálida y pesada de la atmósfera era perceptible incluso
               para   mis   débiles   sentidos   humanos,   y   seguro   que   para   el   departamento   de
               prevención de tormentas presagiaba algo serio. Una mirada al cielo respaldó mi
               impresión: las nubes se estaban acumulando poco a poco pese a que a ras de suelo no
               soplaba ni una brizna de viento. Las más cercanas eran plomizas, pero entre los
               resquicios se divisaba otra capa de nubes con un espeluznante color púrpura. Los
               cielos debían de tener planeado algo espantoso para hoy, lo que explicaba que los
               animales se hubiesen ocultado en sus refugios.
                     En cuanto llegué a la playa me arrepentí: ya estaba harta de aquel sitio. Casi
               todos los días me dedicaba a pasear sola por ella. Me pregunté si era tan diferente de
               mis pesadillas, pero ¿a qué otro lugar podía ir? Bajé con cuidado hasta el árbol
               flotante y me senté en el extremo para poder apoyar la espalda en las enmarañadas
               raíces. Me quedé mirando al cielo hostil, a la espera de que las primeras gotas de
               lluvia rompieran aquella quietud.
                     Intenté no pensar en el peligro que corrían Jacob y sus amigos. A Jake no podía
               pasarle nada. La sola idea era insoportable. Yo ya había perdido demasiadas cosas.
               ¿Es que el destino pretendía arrebatarme también los escasos jirones de paz que me
               quedaban?   Me   parecía   algo   injusto,   desproporcionado,   pero   quizá   yo   había
               quebrantado alguna ley desconocida o cruzado una raya que suponía mi condena.




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