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precipita contra el suelo.
¡Síííí! La palabra resonó en mi cabeza cuando atravesé como un cuchillo la
superficie del agua. Estaba helada, aún más fría de lo que me había temido, pero eso
únicamente acrecentó aquella sensación de subidón.
Mientras seguía bajando hacia las profundidades de aquellas aguas gélidas y
negras, me sentí orgullosa de mí misma. No había sufrido ni un instante de terror;
sólo pura adrenalina. En realidad, la caída no era tan escalofriante. ¿Dónde estaba el
desafío?
Fue en ese momento cuando me atrapó la corriente.
Me había preocupado tanto por la altura del acantilado y por el evidente
peligro de aquella escarpada pared que no había pensado para nada en las oscuras
aguas que me esperaban abajo. Ni siquiera había llegado a imaginar que la verdadera
amenaza acechaba debajo de mí, tras la hirviente espuma.
Sentí cómo las olas se disputaban mi cuerpo, tirando de él como si estuvieran
decididas a partirlo en dos para compartir el botín. Sabía cuál era la forma de luchar
contra la marea: mejor nadar en paralelo a la playa en vez de esforzarme por llegar a
la orilla, pero ese conocimiento no me servía de mucho, puesto que ignoraba dónde
se encontraba la orilla.
Ni siquiera sabía dónde estaba la superficie.
Las aguas furiosas se veían negras en todas las direcciones; no había ninguna
luz que me orientara hacia arriba. La gravedad era omnipotente cuando competía
con el aire, pero no tenía ni una oportunidad contra las olas. Yo no sentía su tirón
hacia abajo, ni notaba que mi cuerpo se hundiera en ninguna dirección. Únicamente
experimentaba el embate de la corriente que me llevaba de un lado a otro como una
muñeca de trapo.
Luché por guardar el aliento en mi interior, por tener los labios sellados para no
dejar escapar mi última provisión de oxígeno.
No me sorprendió que la ilusión de Edward estuviera allí. Teniendo en cuenta
que me estaba muriendo, me lo debía. Lo que sí me sorprendió fue lo segura que
estaba de que me iba a ahogar; de que ya me estaba ahogando.
¡Sigue nadando!, me apremió Edward dentro de mi cabeza.
El frío del agua me estaba entumeciendo piernas y brazos. Ya no notaba las
bofetadas de la corriente. Ahora sentía más bien una especie de vértigo mientras
giraba indefensa dentro del mar.
Pero le hice caso. Me obligué a mí misma a seguir braceando y a patalear con
más fuerza, aunque en cada instante me movía en una dirección diferente. No podía
estar haciendo nada útil. ¿Qué sentido tenía?
¡Lucha!, gritó Edward. ¡Maldita sea, Bella, sigue luchando!
¿Por qué?
Ya no quería seguir peleando. Y no eran ni el mareo ni el frío ni el fallo de mis
brazos debido al agotamiento muscular los que me hacían resignarme a quedarme
donde estaba. No. Me sentía casi feliz de que todo estuviera a punto de acabar. Era
una muerte mejor que las otras a las que me habría enfrentado, una muerte
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