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A mi lado, Edward estaba que bufaba. Podía oír un ruido sordo en su pecho, un
ruido que estaba a punto de convertirse en un bramido. No debía permitir que su
temperamento le perjudicara.
—No, gracias —dije lo que pensaba en apenas un susurro, ya que el pánico me
quebró la voz.
Aro suspiró una vez más.
—Una verdadera lástima... ¡Qué despilfarro!
—Unirse o morir, ¿no es eso? —masculló Edward. Sospeché algo así cuando nos
condujeron a esta estancia—. ¡Pues vaya leyes las vuestras!
—Por supuesto que no —Aro parpadeó atónito—. Edward, ya nos habíamos
reunido aquí para esperar a Heidi, no a ti.
—Aro —bisbiseó Cayo—, la ley los reclama.
Edward miró fijamente a Cayo e inquirió:
—¿Y cómo es eso?
Él ya debía de saber lo que Cayo tenía en mente, pero parecía decidido a hacerle
hablar en voz alta.
Cayo me señaló con un dedo esquelético.
—Sabe demasiado. Has desvelado nuestros secretos —espetó con voz
apergaminada, como su piel.
—Aquí, en vuestra charada, también hay unos pocos humanos —le recordó
Edward. Entonces me acordé de la guapa recepcionista del piso de abajo.
El rostro de Cayo se crispó con una nueva expresión. ¿Se suponía que eso era
una sonrisa?
—Sí —admitió—, pero nos sirven de alimento cuando dejan de sernos útiles.
Ése no es tu plan para la chica. ¿Estás preparado para acabar con ella si traiciona
nuestros secretos? Yo creo que no —se mofó.
—No voy a... —empecé a protestar, aunque fuera entre susurros, pero Cayo me
silenció con una gélida mirada.
—Tampoco pretendes convertirla en uno de nosotros —prosiguió—, por
consiguiente, ello nos hace vulnerables. Bien es cierto que, por esto, sólo habría que
quitarle la vida a la chica. Puedes dejarla aquí si lo deseas.
Edward le enseñó los colmillos.
—Lo que pensaba —concluyó Cayo con algo muy similar a la satisfacción. Felix
se inclinó hacia delante con avidez.
—A menos que... —intervino Aro, que parecía muy contrariado por el giro que
había tomado la conversación—. A menos que, ¿albergas el propósito de concederle
la inmortalidad?
Edward frunció los labios y vaciló durante unos instantes antes de responder:
—¿Y qué pasa si lo hago?
Aro sonrió, feliz de nuevo.
—Vaya, en ese caso serías libre de volver a casa y darle a mi amigo Carlisle
recuerdos de mi parte —su expresión se volvió más dubitativa—. Pero me temo que
tendrías que decirlo en serio y comprometerte.
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