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antecámara.
—Vaya, esto es inusual —dijo un hombre con voz resonante.
—Y tan medieval —respondió efusivamente una voz femenina desagradable y
estridente.
Un gentío estaba cruzando la portezuela hasta atestar la pequeña estancia de
piedra. Demetri nos indicó mediante señas que dejáramos paso. Pegamos la espalda
contra el muro helado para permitirles cruzar.
La pareja que encabezaba el grupo, americanos a juzgar por el acento, miraban
a su alrededor y evaluaban cuanto veían. Otros estudiaban el marco como simples
turistas. Unos pocos tomaron fotografías. Los demás parecían desconcertados, como
si la historia que les hubiera conducido hasta aquella habitación hubiera dejado de
tener sentido. Me fijé en una mujer menuda de tez oscura. Llevaba un rosario
alrededor del cuello y sujetaba con fuerza la cruz que llevaba en la mano. Caminaba
más despacio que los demás. De vez en cuando tocaba a alguien y le preguntaba algo
en un idioma desconocido. Nadie parecía comprenderla y el pánico de su voz
aumentaba sin cesar.
Edward me atrajo y puso mi rostro contra su pecho, pero ya era tarde. Lo había
comprendido.
Me arrastró a toda prisa en dirección a la puerta en cuanto hubo el más mínimo
resquicio. Yo noté la expresión horrorizada de mis facciones y cómo los ojos se me
iban llenando de lágrimas.
La ampulosa entrada estaba en silencio a excepción de una mujer guapísima de
figura escultural. Nos miró con curiosidad, sobre todo a mí.
—Bienvenida a casa, Heidi —la saludó Demetri a nuestras espaldas.
Ella sonrió con aire ausente. Me recordó a Rosalie, aunque no se parecieran en
nada, porque también poseía una belleza excepcional e inolvidable. No era capaz de
quitarle los ojos de encima.
Heidi vestía para realzar su belleza. La más pequeña de las minifaldas dejaba al
descubierto unas piernas sorprendentemente esbeltas, cuya piel blanca quedaba
oscurecida por las medias. Llevaba un top de mangas largas y cuello alto, pero
extremadamente ceñido al cuerpo, de vinilo rojo. Su melena de color caoba era
lustrosa y tenía en los ojos una tonalidad violeta muy extraña, el color que podría
resultar al poner unas lentes de contacto azules sobre una pupila de color rojo.
—Demetri —respondió con voz sedosa mientras sus ojos iban de mi rostro a la
capa gris de Edward.
—Buena pesca —la felicitó el aludido, y de pronto comprendí la finalidad del
llamativo atuendo que lucía. No sólo era la pescadora, sino también el cebo.
—Gracias —exhibió una sonrisa apabullante—. ¿No vienes?
—En un minuto. Guárdame algunos.
Heidi asintió y se agachó para atravesar la puerta después de dirigirme una
última mirada de curiosidad.
Edward marcó un paso que me obligaba a ir corriendo para no rezagarme, pero
a pesar de todo no pudimos cruzar la ornamentada puerta que había al final del
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