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podían limpiar, donde veía el rostro aterrorizado de la mujer menuda del rosario.
—Toda esa gente... —hipé.
—Lo sé —susurró él.
—Es horrible.
—Sí, lo es. Habría deseado que no hubieras tenido que ser testigo de esto.
Apoyé la cabeza sobre su pecho frío y me sequé los ojos con la gruesa capa.
Respiré hondo varias veces mientras intentaba calmarme.
—¿Necesitan algo? —preguntó una voz en tono educado. Era Gianna, que se
inclinaba sobre el hombro de Edward con una mirada que intentaba mostrar
empatía, una mirada profesional y cercana a la vez. Al parecer, no le preocupaba
tener el rostro a centímetros de un vampiro hostil. O bien se encontraba en una total
ignorancia o era muy buena en lo suyo.
—No —contestó Edward con frialdad.
Ella asintió, me sonrió y después desapareció.
Esperé a que se hubiera alejado lo bastante como para que no pudiera
escucharme.
—¿Sabe ella lo que sucede aquí? —inquirí con voz baja y ronca. Empezaba a
tranquilizarme y mi respiración se fue normalizando.
—Sí, lo sabe todo —contestó Edward.
—¿Sabe también que algún día pueden matarla?
—Es consciente de que existe esa posibilidad —aquello me sorprendió. El rostro
de Edward era inescrutable—. Alberga la esperanza de que decidan quedársela.
Sentí que la sangre huía de mi rostro.
—¿Quiere convertirse en una de ellos?
Él asintió una vez y clavó los ojos en mi cara a la espera de mi reacción.
Me estremecí.
—¿Cómo puede querer eso?—susurré más para mí misma que buscando
realmente una respuesta—. ¿Cómo puede ver a esa gente desfilar al interior de esa
habitación espantosa y querer formar parte de eso?
Edward no contestó, pero su rostro se crispó en respuesta a algo que yo había
dicho.
De pronto, mientras examinaba su rostro tan hermoso e intentaba comprender
el porqué de aquella crispación, me di cuenta de que, aunque fuera fugazmente,
estaba de verdad en brazos de Edward y que no nos iban a matar, al menos por el
momento.
—Ay, Edward —se me empezaron a saltar las lágrimas y al poco también
comencé a gimotear.
Era una reacción estúpida. Las lágrimas eran demasiado gruesas para
permitirme volver a verle la cara y eso era imperdonable. Con seguridad, sólo tenía
de plazo hasta el crepúsculo; de nuevo como en un cuento de hadas, con límites
después de los cuales acababa la magia.
—¿Qué es lo que va mal? —me preguntó todavía lleno de ansiedad mientras me
daba amables golpecitos en la espalda.
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