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Alice se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa resplandeciente, lo que me
preocupó, ya que había empezado a acelerar por la ladera oscura y llena de curvas.
—Amarillo —le dijo ella.
Edward me mantuvo abrazada con fuerza. Me sentía calentita y cómoda dentro
de la capa gris. Más que cómoda.
—Ahora puedes dormirte, Bella —murmuró—, ya ha terminado todo.
Sabía que se estaba refiriendo al peligro, a la pesadilla en la vieja ciudad, pero
yo tuve que tragar saliva con fuerza antes de poderle contestar.
—No quiero dormir. No estoy cansada.
Sólo la segunda parte era mentira. No estaba dispuesta a cerrar los ojos. El
coche apenas estaba iluminado por los instrumentos de control del salpicadero, pero
bastaba para que le viera el rostro.
Presionó los labios contra el hueco que había debajo de mi oreja.
—Inténtalo —me animó.
Yo sacudí la cabeza.
Suspiró.
—Sigues igual de cabezota.
Lo era. Luché para evitar que se cerraran mis pesados párpados y gané.
La carretera oscura fue el peor tramo; luego, las luces brillantes del aeropuerto
de Florencia me ayudaron a seguir despierta, y también el hecho de poder cepillarme
los dientes y ponerme ropa limpia; Alice le compró ropa nueva a Edward y dejó la
capa oscura en un montón de basura en un callejón. El vuelo a Roma era tan corto
que no hubo oportunidad de que me venciera la fatiga. Me hice a la idea de que el de
Roma a Atlanta sería harina de otro costal de todas todas, por eso le pregunté a la
azafata de vuelo si podía traerme una Coca-Cola.
—Bella... —me reconvino Edward, sabedor de mi poca tolerancia a la cafeína.
Alice viajaba en el asiento de atrás. Podía oírle murmurar algo a Jasper por el
móvil.
—No quiero dormir —le recordé. Le di una excusa que resultaba creíble porque
era cierta—. Veré cosas que no quiero ver si cierro ahora los ojos. Tendré pesadillas.
No discutió conmigo después de eso.
Podría haber sido un magnífico momento para charlar y obtener las respuestas
que necesitaba. Las necesitaba, pero, en realidad, prefería no escucharlas. Me
desesperaba simplemente el pensar lo que podría oír. Teníamos cierto tiempo por
delante y él no podía escapar de mí en un avión, bueno, al menos, no con facilidad.
Nadie podía escucharnos excepto Alice; era tarde y la mayoría de los pasajeros estaba
apagando las luces y pidiendo almohadas en voz baja. Charlar podría haberme
ayudado a luchar contra el agotamiento.
Pero, de forma perversa, me mordí la lengua para evitar el flujo de preguntas
que me inundaban. Probablemente, me fallaba el razonamiento debido al cansancio
extremo, pero esperaba comprar algunas horas más de su compañía y ganar otra
noche más, al estilo de Sherezade, si posponía la discusión.
Así que conseguí mantenerme despierta a base de beber Coca-Cola y resistir
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