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AUTOR                                                                                               Libro
               se sentía culpable de que yo estuviera allí y no deseaba sentirse responsable de mi
               muerte. Quizás el tiempo que habíamos pasado separados había bastado para que no
               le  aburriera  todavía,   pero  nada  de  esto   importaba.   Me   sentía  mucho   más   feliz
               fantaseando.
                     Permanecí   quieta   en   sus   brazos,   memorizando   su   rostro   otra   vez,
               engañándome...
                     Me miraba como si él estuviera haciendo lo mismo aunque entretanto discutía
               con Alice sobre la mejor forma de volver a casa. Intercambiaban rápidos cuchicheos,
               y comprendí que actuaban así para que Gianna no pudiera entenderlos. Incluso yo,
               que estaba a su lado, me perdí la mitad de la conversación. Me dio la impresión de
               que el asunto iba a requerir algún robo más. Me pregunté con cierto desapego si el
               propietario del Porsche amarillo habría recuperado ya su coche.
                     —¿Y  qué   era   toda   esa   cháchara   sobre   cantantes?   —preguntó  Alice   en   un
               momento determinado.
                     —La tua cantante—señaló Edward. Su voz convirtió las palabras en música.
                     —Sí, eso  —afirmó Alice  y yo  me  concentré por  un  momento.  Ya puestos,
               también me preguntaba lo mismo.
                     Sentí cómo Edward se encogía de hombros.
                     —Ellos tienen un nombre para alguien que huele del modo que Bella huele para
               mí. La llaman «mi cantante», porque su sangre canta para mí.
                     Alice se echó a reír.
                     Estaba lo suficientemente agotada como para dormirme, pero luché contra el
               cansancio. No quería perderme ni un segundo del tiempo que pudiera pasar en su

               compañía.   De   vez   en   cuando,   mientras   hablaba   con   Alice,   se   inclinaba
               repentinamente   y   me   besaba.   Sus   labios   —suaves   como   el   vidrio   pulido—   me
               rozaban el pelo, la frente, la punta de la nariz. Cada beso era como si aplicara una
               descarga eléctrica a mi corazón, aletargado durante tanto tiempo. El sonido de sus
               latidos parecía llenar por completo la habitación.
                     Era el paraíso, aunque estuviéramos en el mismo centro del infierno.
                     Perdí la noción del tiempo por completo, por lo que me entró el pánico cuando
               los brazos de Edward se tensaron en torno a mí y él y Alice miraron al fondo de la
               habitación con gesto de preocupación. Me encogí contra el pecho de Edward al ver a
               Alec traspasar las puertas de doble hoja. Ahora, sus ojos eran de un vivido color rubí;
               a pesar del «almuerzo», no se le veía ni una mancha en la ropa.
                     Eran buenas noticias.
                     —Ahora, sois libres para marcharos —anunció con un tono tan cálido que
               cualquiera hubiera pensado que éramos amigos de toda la vida—. Lo único que os
               pedimos es que no permanezcáis en la ciudad.
                     Edward no hizo amago de protestar; su voz era fría como el hielo.
                     —Eso no es problema.
                     Alec sonrió, asintió y desapareció de nuevo.
                     —Al doblar la esquina, sigan el pasillo a la derecha hasta llegar a los primeros
               ascensores —nos indicó Gianna mientras Edward me ayudaba a ponerme en pie—.




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