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AUTOR Libro
de petulancia.
Aro continuó deslizándose con gesto pensativo. Permaneció quieto durante
unos momentos mientras su vista oscilaba, mirándonos a los tres. Luego, de forma
repentina, sacudió la cabeza y dijo para sus adentros:
—Lo primero... Me pregunto si es inmune al resto de nuestros dones... ¿Jane,
querida?
—¡No! —gruñó Edward. Alice le contuvo agarrándole por el brazo con una
mano, pero él se la sacudió de encima.
La menuda Jane dedicó una sonrisa de felicidad a Aro.
—-¿Sí, maestro?
Ahora Edward gruñía de verdad. Emitió un sonido desgarrado y violento
mientras lanzaba a Aro una mirada torva. Nadie se movía en la habitación. Todos los
presentes le miraban con incredulidad y sorpresa, como si hubiera cometido una
vergonzosa metedura de pata. Aro le miró una vez y se quedó inmóvil mientras su
ancha sonrisa se convertía en una expresión malhumorada.
Luego se dirigió a Jane.
—Me preguntaba, querida, si Bella es inmune a ti.
Los rabiosos gruñidos de Edward apenas me permitían oír las palabras de Aro.
Edward me soltó y se puso delante de mí para esconderme de la vista de ambos.
Cayo, seguido por su séquito, se acercó a nosotros tan silenciosamente como un
espectro para observar.
Jane se volvió hacia nosotros con una sonrisa beatífica en los labios.
—¡No! —chilló Alice cuando Edward se lanzó contra la joven.
Antes de que yo fuera capaz de reaccionar, de que alguien se interpusiera entre
ellos o de que los escoltas de Aro pudieran moverse, Edward dio con sus huesos en el
suelo.
Nadie le había tocado, pero se hallaba en el enlosado y se retorcía con dolores
manifiestos ante mi mirada de espanto.
Ahora Jane le sonreía sólo a él, y de pronto encajaron todas las piezas del
puzzle, lo que había dicho Alice sobre sus dones formidables, la razón por la que
todos trataban a Jane con semejante deferencia y por qué Edward se había
interpuesto voluntariamente en su camino antes de que ella pudiera hacer eso
conmigo.
—¡Parad! —grité.
Mi voz resonó en el silencio y me lancé hacia delante de un salto para
interponerme entre ellos, pero Alice me rodeó con sus brazos en una presa
insuperable e ignoró mi forcejeo. No escapó sonido alguno de los labios de Edward
mientras le aplastaban contra las piedras. Me pareció que me iba a estallar de dolor la
cabeza al contemplar semejante escena.
—Jane —la llamó Aro con voz tranquila.
La joven alzó la vista enseguida, aún sonriendo de placer, y le interrogó con la
mirada. Edward se quedó inmóvil en cuando Jane dejó de mirarle.
Aro me señaló con un asentimiento de cabeza.
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