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AUTOR                                                                                               Libro
                     Edward asintió una vez.
                     Alec y Jane se tomaron de la mano y abrieron el camino por otro corredor
               amplio y ornamentado... ¿Se acabarían alguna vez?
                     Ignoraron   las   puertas   del   fondo   —totalmente   revestidas   de   oro—   y   se
               detuvieron   a   mitad   del   pasillo   para   desplazar   uno   de   los   paneles   y   poner   al
               descubierto una sencilla puerta de madera que no estaba cerrada con llave. Alec la
               mantuvo abierta para que la cruzara Jane.
                     Quise protestar cuando Edward me «ayudó» a pasar al otro lado de la puerta.
               Se trataba de un lugar con la misma piedra antigua de la plaza, el callejón y las
               alcantarillas. Todo estaba frío y oscuro otra vez.
                     La   antecámara   de   piedra   no   era   grande.   Enseguida   desembocaba   en   una
               estancia enorme, tenebrosa —aunque más iluminada— y totalmente redonda, como
               la torreta de un gran castillo, que es lo que debía de ser con toda probabilidad. A dos
               niveles del suelo, las rendijas de un ventanal proyectaban en el piso de piedra haces
               de luminosidad diurna que dibujaban  rectángulos de líneas finas. No había luz
               artificial. El único mobiliario de la habitación consistía en varios sitiales de madera
               maciza similares a tronos; estaban colocados de forma dispar, adaptándose a la
               curvatura de los muros de piedra. Había otro sumidero en el mismo centro del
               círculo, dentro de una zona ligeramente más baja. Me pregunté si lo usaban como
               salida, igual que el agujero de la calle.
                     La   habitación   no   se   encontraba   vacía.   Había   un   puñado   de   personas
               enfrascadas en lo que parecía una conversación informal. Hablaban en voz baja y con
               calma, originando un murmullo que parecía un zumbido flotando en el aire. Un par

               de mujeres pálidas vestidas con ropa de verano se detuvieron en una de las zonas
               iluminadas mientras las estaba observando, y su piel, como si fuera un prisma, arrojó
               un chisporroteo multicolor sobre las paredes de color siena.
                     Todos aquellos rostros agraciados se volvieron hacia nuestro grupo en cuanto
               entramos en la habitación. La mayoría de los inmortales vestía pantalones y camisas
               que no llamaban la atención, prendas que no hubieran desentonado ahí fuera, en las
               calles, pero el hombre que habló primero lucía una larga túnica oscura como boca de
               lobo que llegaba hasta el suelo. Por un momento, llegué a creer que su melena de
               color negro azabache era la capucha de su capa.
                     —¡Jane, querida, has vuelto! —gritó con evidente alegría. Su voz era apenas un
               tenue suspiro.
                     Avanzó con tal  ligereza de movimientos  y tanta  gracilidad que  me  quedé
               embobada, con la boca abierta. No se podía comparar ni siquiera con Alice, cuyos
               movimientos parecían los de una bailarina.
                     Mi asombro fue aún mayor cuando flotó cerca de mí y le pude ver la cara. No se
               parecía a los rostros anormalmente atractivos que le rodeaban —el grupo entero se
               congregó a su alrededor cuando se aproximó; unos iban detrás, otros le precedían
               con la atención característica de los escoltas—. Tampoco fui capaz de determinar si su
               rostro era o no hermoso. Supuse que las facciones eran perfectas, pero se parecía tan
               poco a los vampiros que se alinearon detrás de él como ellos se asemejaban a mí. La




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