Page 84 - En el corazón del bosque
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18. Noah y el viejo
—Qué suerte haber tenido un padre como el suyo —comentó Noah—. Si yo
quisiera hacer algo parecido, mis padres no me lo permitirían.
—Eso no lo sabes con certeza. ¿Se lo has preguntado?
—Bueno, no —admitió Noah—. Pero es que nadie ha llamado a la puerta
para invitarme a formar parte del equipo olímpico. Después de todo, sólo tengo
ocho años.
—Y sólo ganaste la medalla de bronce en los quinientos metros en el colegio.
—¡El tercer puesto no está mal! ¿Por qué no para ya de decir eso?
—Yo no era mucho mayor que tú cuando el señor Quaker vino en mi busca
—repuso el viejo encogiéndose de hombros—. Aunque eran otros tiempos,
supongo.
El niño suspiró y dejó la marioneta del señor Quaker en la mesa junto a las
del príncipe, el señor Wickle y la señora Shields. Se quedaron ahí, mirándolo y
sin parecer muy cómodas tan cerca unas de otras. Noah pensó que llevaban tanto
tiempo juntas en el cofre que agradecerían un poco de libertad, pero no se las
veía muy contentas.
Sin previo aviso, un cuco entró volando por la ventana, se detuvo en el aire
entre Noah y el viejo, los miró un instante, soltó un par de graznidos y salió
volando de nuevo para desaparecer en una nube.
—Oh, Dios santo —exclamó el hombre consultando el reloj—. No puede ser
ya tan tarde, ¿no?
—Ese cuco… —dijo Noah levantándose de un brinco para asomarse a la
ventana y ver adónde se dirigía el pájaro—. ¿Hace eso cada vez? O sea, lo de
anunciar la hora.
—Por supuesto —contestó el viejo como si fuera lo más natural del mundo—.
Es un reloj de cuco. En el sitio del que vienes también tenéis, ¿no?
—Sí. En casa tenemos uno en la sala de estar, al lado de la foto de la tía Joan,
pero no se parece en nada a ése. No sabía que hicieran eso en la vida real.
—Claro que lo hacen, si se les adiestra como es debido. En realidad es el
segundo reloj de cuco que he tenido —comentó el viejo con cierta pena—. Su
padre hizo ese mismo trabajo durante muchos años, pero sufrió un desafortunado
accidente un día que olvidé dejar la ventana abierta. —Titubeó un instante y
luego levantó las manos con las palmas bien abiertas—. ¡Pataplaf! —añadió con
gesto de resignación. Lo lamenté mucho y pensé que ahí acababa mi relación
con esa familia, pero por suerte su hijo pequeño comprendió que había sido una
desgracia involuntaria y me perdonó. Desde entonces viene siempre.
—¿Y lo despierta por las mañanas?
—Bueno, lo intenta. Aunque suelo estar levantado cuando llega. A veces
desayunamos juntos, pero puede estar de muy mal humor a esas horas