Page 81 - En el corazón del bosque
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ganado los 4 x 400 metros relevos en solitario, pasándome a mí mismo el testigo
      en una complicada maniobra que no tardó en convertirse en leyenda.
        Nadie  era  capaz  de  correr  más  rápido  que  yo;  ésa  era  la  pura  y  simple
      verdad.
        En cuanto los Juegos llegaron a su fin recordé la promesa hecha a mi padre y
      me dije que era hora de volver a casa, pero entonces empezaron a llegar ofertas
      emocionantes.
        En  Japón,  el  emperador  solicitó  ver  al  chico  que  había  privado  al  atleta
      estrella del país, Hachiro Tottori-Gifu, de tantas medallas en los Juegos, y crucé
      Europa corriendo para internarme en Rusia hasta Kazajistán, atravesar China y
      llegar a Tokio, donde hice unos cuantos circuitos alrededor de la Ciudad Imperial
      para el Soberano Celestial sobre Las Nubes. Su propio hijo, el príncipe heredero,
      me  retó  a  una  carrera,  y  aunque  fue  claramente  derrotado,  me  mostré  lo
      bastante  generoso  para  no  ganarle  por  mucho  margen.  Al  fin  y  al  cabo,  los
      japoneses pagaban mi alojamiento y todos mis gastos.
        —Muchas  gracias  por  todo  —dije  finalmente  a  las  multitudes  que  me
      aclamaban—.  Ahora  es  tiempo  de  regresar  a  casa,  porque  debo  cumplir  una
      promesa.
        Sin embargo, me marché a Sudamérica, donde un grupo de guerrilleros me
      invitó a participar en su Día del Desarme, una celebración semestral en que los
      miembros de dos bandos enfrentados en una disputa política se reunían durante
      veinticuatro horas y ofrecían una suerte de espectáculo de talentos. Se ocupaban
      de traer un invitado internacional todos los años, y aquél me tocó a mí.
        —Te crees muy rápido, ¿verdad? —me dijo un general mientras fumaba un
      puro, después de haberme visto correr a través de los bosques en tiempo récord
      —. Te crees un tipo muy listo, ¿eh?
        Parecía un poco ofendido por mi presencia, aunque era él quien me había
      invitado.
        —Así es, señor, sí —contesté tras haber probado uno de sus puros y vomitado
      sobre mis zapatillas—. Y ahora he de regresar a casa, porque debo cumplir una
      promesa.
        De camino a casa, me encontré en Italia, donde el Papa me desafió a dar mil
      vueltas a la plaza de San Pedro en una sola tarde. Cuando la multitud reunida me
      vitoreó,  descubrí  que  me  gustaba  toda  esa  atención  y  no  quería  que  aquello
      acabara.
        —Ven  a  mis  dependencias  privadas,  hijo  mío  —me  dijo  después  el  Papa,
      rodeándome los hombros con el brazo—. Tómate un tiramisú conmigo.
        —No  me  será  posible,  Santidad  —contesté—.  De  veras  que  tengo  que
      regresar a casa. Debo cumplir una promesa.
        Y, de camino a casa, me encontré en España, corriendo delante de los toros
      en Pamplona. Después me dirigí hacia el este, hasta llegar a Barcelona para la
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