Page 82 - En el corazón del bosque
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Diada de Sant Jordi, donde atendí todos los puestos de libros y rosas de la ciudad,
precipitándome de uno a otro cada vez que se acercaba un cliente, y la ciudad
entera quedó paralizada mientras corría como un rayo por las calles.
Más cerca de casa, me sentí un poco cansado por una vez y decidí descansar
unos días en el oeste de Cork, donde fui uno de los jueces del concurso de la
Doncella de las Islas de Skibbereen, un festival anual en que cada hombre, mujer
y niño irlandés acude a la ciudad durante veinticuatro horas para competir en
carreras, entonar canciones protesta y hablar de la recesión. Me invitaron a
pronunciar un discurso, pero dije que prefería demostrarles lo rápido que era, y
en ese momento una mujer de la multitud arrojó un juego de llaves al escenario.
—Creo que me he dejado un grifo abierto —dijo, y me dio una dirección en
Donegal, a más de cuatrocientos kilómetros de distancia—. ¿Podrías ir hasta allí y
comprobarlo, chico?
—No te lo habías dejado abierto —contesté unos momentos después,
devolviéndole las llaves junto con una gruesa chaqueta de lana roja—, pero he
pensado que podías necesitar esto más tarde. Parece que va a hacer frío.
—¡Tus padres pueden estar orgullosos de ti, ya lo creo! —exclamó la mujer,
jubilosa, y la multitud volvió a aclamarme.
—Muchas gracias —respondí—, pero no tengo madre, sólo padre. Y más
vale que vuelva a su lado a toda pastilla. Le hice una promesa.
Desde allí, tomé un barco hasta Londres, donde me detuve un par de días
para asistir a un festival literario, en el que entraba y salía con tanta velocidad de
las lecturas de los autores que el viento que generaba les pasaba las páginas de los
libros, dejándoles libres las manos para beber y gesticular. No importaba cuánto
empeño pusiera: por más que lo intentaba no conseguía volver al pueblo. Parecía
imposible, pero siempre había otra multitud que deseaba verme, siempre otra
invitación que aceptar, otro festival al que asistir, otra carrera en que participar…
Mi padre estaba muchas veces presente en mis pensamientos, pero al final traté
de olvidar la promesa de volver a casa, pese a saber que los años pasaban, que
mis días de colegial estaban quedando muy atrás y que mi padre no estaría
rejuveneciendo precisamente.
No fue hasta que me entretuvieron en San Petersburgo y me encontré
corriendo como un hámster en una rueda gigante, sin tomarme el menor respiro
ni cansarme, cuando las cosas alcanzaron un punto crítico. Llegó una carta para
mí, así que dejé de correr y bajé de la rueda. Leí la carta una y otra vez y las
lágrimas afloraron a mis ojos. Le pregunté a un joven guardia por los horarios de
los trenes desde San Petersburgo y me enteré de que eran terriblemente lentos,
terriblemente escasos y terriblemente fríos.
—Pero tengo que llegar a mi casa —expliqué—, mi padre se está muriendo.
—Lo siento —contestó el joven encogiéndose de hombros, y parecía
lamentar de veras no poder ayudarme—, pero no hay trenes.