Page 78 - En el corazón del bosque
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17. La marioneta del señor Q uaker
Poco después de mi visita a los reyes, una tarde, al volver a casa del colegio, me
encontré con un espectáculo de lo más insólito: había un cliente en la juguetería
hablando con mi padre. No recordaba la última vez que había ocurrido eso, pues
el burro y el perro salchicha solían ser los únicos visitantes, y no fue hasta que la
campanilla de la puerta advirtió que yo estaba ahí de pie y tintineó sin mucho
entusiasmo cuando el hombre se volvió y batió palmas, encantado.
—Y éste debe de ser su hijo —dijo con una extraña voz.
—Así es —repuso papá en voz baja.
—No es tan alto como esperaba.
—Bueno, todavía es pequeño. Aún no ha acabado de crecer. De hecho,
apenas ha empezado.
—Hum, supongo que así es —dijo el hombre, y se acercó para estrecharme
la mano con brusquedad—. Deja que me presente, chico. Me llamo Quaker.
Bartholomew Quaker. Quizá hayas oído hablar de mí.
—Pues no, señor.
—Oh, caramba. —Quaker frunció tanto el entrecejo que casi se quedó sin
frente—. Vaya desilusión. Sin duda, un golpe considerable para mi orgullo. Pero
no importa. Soy el seleccionador oficial del pueblo para los Juegos Olímpicos de
este año. Imagino que de ellos sí habrás oído hablar, ¿eh? —Se volvió hacia papá
riendo, como si hubiera contado un chiste desternillante.
—No, señor —dije, encogiéndome de hombros.
—¿Qué no has oído hablar de los Juegos Olímpicos? —preguntó Quaker con
asombro, inclinándose y quitándose las gafas para verme mejor—. ¡Bromeas!
—Llevamos una vida muy tranquila aquí en la juguetería —expliqué—. Me
temo que no me entero mucho de los sucesos del mundo exterior. Aunque hace
poco visité a los reyes y…
—Pero, muchacho —me interrumpió Quaker—, las Olimpiadas constituyen
el mayor espectáculo que el mundo ha conocido nunca. Existen para fomentar el
sentimiento de fraternidad entre naciones y para celebrar los éxitos deportivos
más extraordinarios. Hay atletas que se pasan la vida entrenando para los Juegos,
y ganar una medalla supone la cima de sus carreras.
—Bueno, parece muy divertido —contesté, y corrí un poco sin moverme del
sitio para que la sangre circulara mejor—. Supongo que quiere que participe,
¿no?
—¡Exacto, muchacho! —exclamó Quaker asintiendo con la cabeza—. La
noticia de tus éxitos como corredor ha llegado muy lejos. Y me avergüenza decir
que el pueblo no ha ganado una sola medalla desde los tiempos del gran Dmitri
Capaldi. Confiamos en que serás capaz de hacer que eso cambie. Semejantes
expectativas suponen un gran peso sobre los hombros de alguien tan joven, pero,