Page 74 - En el corazón del bosque
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estamos aquí para divertirnos y no quiero estropeártelo. Anda… puedes divertirte
por los dos.
—Podemos sentarnos un ratito, si quieres —sugirió el niño señalando un
banco vacío—. Y luego nos subimos a algo juntos. Quizá te siente bien descansar
un poco.
—Es mejor que subas tú solo a la montaña rusa —insistió ella—. Te miraré
desde aquí, te lo prometo. Te saludaré con la mano. Después intentaré subir otra
vez contigo si me siento capaz.
Noah no quedó muy satisfecho con aquello, pero no quería perderse una
vuelta en la Montaña del Espacio, de forma que, cuando se detuvo para que
subieran los pasajeros, se montó en la primera vagoneta, confiando en no
quedarse solo y deslizarse en el asiento cuando la montaña rusa describiera un
rizo. Una niña de su edad se sentó a su lado, ocupada en acabarse un algodón de
azúcar. El empleado ajustó la barra de seguridad.
—Hola —dijo el niño tratando de mostrarse simpático—. Me llamo Noah
Barleywater.
—Lo siento —contestó la niña con una sonrisa forzada—, pero no debo hablar
con extraños.
Y eso fue todo, hasta que empezaron a rizar un rizo tras otro, punto en el cual
la niña le agarró la mano y le chilló tan fuerte en la oreja que Noah pensó que
iba a perforarle el tímpano.
La montaña rusa había ido demasiado rápido para comprobar si su madre lo
miraba desde abajo, y cuando salió después de tres vueltas seguidas se
tambaleaba un poco, como le pasaba a su tío Teddy cada Navidad cuando se
marchaba a su casa. Miró en todas direcciones, frunció el entrecejo y se mordió
el labio, preguntándose adónde habría ido su madre. No era propio de ella no
estar donde había dicho que estaría, y no era buena idea ir en su busca por si ella
aparecía entretanto y se preocupaba aún más. Tal vez nunca volvieran a
encontrarse.
Se sentó en el banco en que la había dejado, con expresión de tristeza y
desamparo, y justo entonces vio a una mujer con uniforme blanco dirigirse
presurosa hacia él, con cara de preocupación. A Noah no le gustó su aspecto, y se
volvió confiando en que pasara de largo, pero la mujer se detuvo ante él y se
inclinó, como el niño sabía que haría.
—¿Eres Noah Barleywater?
—No —contestó él.
—¿Estás seguro? —insistió ella, frunciendo el entrecejo—. Pareces el niño
que me han mandado recoger. Me han dado una descripción.
Noah se limitó a mirar al suelo, tratando de no pensar. Confiando en que el
suelo se lo tragara.
—¿Seguro que no eres Noah? —preguntó la mujer con tono más dulce.