Page 79 - En el corazón del bosque
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por lo que he oído, los tuyos son suficientemente fuertes para soportarlo. ¿Qué
me dices? No nos defraudarás, ¿verdad?
—Si mi padre acepta —contesté mirando a papá en busca de su aprobación
—, lo haré encantado.
—No estoy seguro —repuso él en voz baja, con el dolor de la pérdida
inminente ya reflejado en su rostro—. Se celebran muy lejos. Y hay que pensar
en tu educación. ¿No preferirías quedarte aquí conmigo? Ya sé que esta vida no
es la más emocionante, pero…
—Lo tendrá de vuelta antes de que se percate de que se ha ido —le aseguró
Quaker, pues no quería que me desanimara, y añadió dirigiéndose a mí—: Pero
cuéntame, muchacho, me dicen que no hace mucho que corres.
—Así es —confirmé—. Antes no podía correr tan rápido. Mis piernas no
daban la talla, pero desde que cumplí los ocho… bueno, las cosas han mejorado
un poco.
—¿En qué sentido?
—A mi hijo no le gusta hablar del pasado —intervino mi padre, saliendo de
detrás del mostrador para rodearme los hombros con un brazo protector—. Baste
decir que, antes de mudarnos a este pueblo, mi hijo era un chaval muy distinto.
Pero cuando decidió convertirse en un niño… en un buen niño, quiero decir, en el
niño que siempre había querido ser… bueno, pues desde entonces se ha dado
cuenta de que tiene ciertas dotes. La capacidad de correr muy rápido es una de
ellas.
—Oh, no tiene que preocuparse por eso, estimado amigo —repuso Quaker
con una sonrisa de oreja a oreja—. En mi trabajo, uno se encuentra con toda
clase de personas, y yo nunca las juzgo. Me reservo mi opinión y no juzgo a
nadie —repitió, como si quisiera recalcar ese punto—. ¿Sabe que una vez trabajé
con un chico que se había pasado los primeros cinco años de su vida atrapado tras
un espejo? Tenía dotes extraordinarias para el potro y las paralelas, pero,
lamentablemente, quedó el último en las pruebas eliminatorias, y sufrió una gran
decepción. Quedó destrozado, el pobre. Y en las penúltimas Olimpiadas, un chico
del que se esperaba que ganaría el oro en la carrera de cuadrigas, perdió el
sentido del humor en el tren que lo llevó a las finales, de manera que fue incapaz
de concentrarse en la competición. Nunca volvió, por supuesto. Todavía sigue allí,
buscándolo, pero jamás lo encontrará. Y me atrevo a decir que habrán oído
hablar de Edward Bunson, del pueblo siguiente, ¿no es así?
—No, señor —contesté, sintiendo curiosidad.
—Era la gran esperanza en la competición de esgrima —recordó con un
suspiro el señor Quaker—. Pero el día de la competición de florete se sintió
abrumado por la cantidad de gente que había acudido a verlo, le entró un
tembleque terrible y no pudo seguir. Después no volvió a practicarla. Fue una
lástima.