Page 92 - En el corazón del bosque
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21. La marioneta del doctor Wings
Cuando llegué a la juguetería, todo parecía exactamente igual que cuando me
había ido. Las paredes seguían cubiertas de juguetes, aún había serrín
desparramado por el suelo, y detrás del mostrador unos botes de pintura con las
tapas medio abiertas, con viscosos churretes de colores en los lados. De la caja
registradora pendían unas telarañas.
—¿Hola? —susurré mirando alrededor, esperando que mi padre surgiera de
las sombras—. ¿Papá?
Pero no hubo respuesta. Me mordí el labio, preguntándome qué hacer. El
hospital estaba a sólo unos kilómetros de distancia, podía plantarme allí en
segundos si me lo proponía, pero algo me dijo que mi padre jamás habría
acudido a un hospital. Después de todo, había construido él mismo la juguetería.
La había forjado con sus propias manos, no sólo los ladrillos deformes y el
cemento mal puesto que mantenían en pie el maltrecho edificio, sino también
todo lo que contenía, cada uno de los juguetes que cubrían los mostradores y
llenaban las estanterías. Jamás se habría marchado de allí; estaba seguro de eso.
Un crujido al otro lado del mostrador me hizo alzar la vista, y advertí que la
puerta se había colocado y estaba entreabierta.
—¡Henry! —exclamé—. Mi viejo amigo Henry. Sigues aquí.
La puerta me miró con expresión acusadora, sin consentir que emergieran el
cariño y la amistad que antaño había entre nosotros. Se limitó a permanecer en
silencio, permitiéndome vislumbrar la escalera tenuemente iluminada más allá.
Me dirigí a ella, alcé la vista hacia la espiral de peldaños de madera y empecé a
subir. Captando la urgencia del momento, Henry no tardó en adelantarme para
encajarse en la pared, en esta ocasión firmemente cerrada pero permitiéndome
girar el pomo. En la salita de estar había una luz encendida, y al entrar los
tablones crujieron bajo mis pies.
Nada había cambiado. Las sillas estaban en sus sitios habituales ante la
chimenea, aunque al ver quién entraba me volvieron de inmediato los respaldos.
Las tazas estaban dispuestas con sus platos en los estantes, pero giraron las asas
hacia dentro, impidiendo que las agarrara. El perchero seguía en el rincón, pero
se alejó de puntillas sobre las cuatro patas para encerrarse en la que había sido la
habitación de mi niñez.
Me entristeció mucho ver cuánto había decepcionado a las cosas de mi padre.
—¡Oh, cielos! —exclamó un conejo anciano al salir de la habitación de mi
padre, dando un brinco de sorpresa ante tan inesperado visitante, pero luego se
relajó y sonrió—. ¡Has venido! ¡Casi no puedo creerlo! Al principio no te he
reconocido. Estás mucho mayor.
—Hola, doctor Wings —contesté, y me acerqué para acariciarle las orejas.
Siempre le había tenido mucho cariño al doctor, que se ocupó de mis