Page 94 - En el corazón del bosque
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anciano. Había trabajado duro toda su vida. Bueno, lo cierto es que siguió
trabajando en la juguetería hasta hace unas semanas. Entonces empezó a sentir
mareos y vine a ocuparme de él, pero no hubo nada que hacer. Unos días más
tarde sufrió una caída, y después tuvo que guardar cama. Me temo que a partir
de ese momento lo estuvimos perdiendo día a día.
Negué con la cabeza.
—Nunca pensé que podía pasar algo así —comenté.
—Pero todos nos hacemos viejos —repuso el conejo—. Tú mismo estás
envejeciendo. Las cosas son así. Los niños se vuelven hombres. Y los hombres se
vuelven ancianos. Eso lo sabrás, supongo.
Asentí con la cabeza. Sabía de una cosa que nunca envejecía: una marioneta.
—Ojalá hubieses llegado una hora antes —repitió con voz triste, negando con
la cabeza.
—¿Sólo una hora? ¿Quiere decir que…?
—Sí. Ha muerto justo antes de que llegaras. Está ahí dentro, en la cama.
Puedes entrar a verlo, si quieres.
Respiré hondo y me acerqué despacio a la puerta. Titubeé un instante al
asomarme, nervioso ante lo que vería cuando mis ojos se acostumbraran a la
oscuridad. Las cortinas estaban echadas y la habitación se hallaba sumida en la
semipenumbra del anochecer. Sobre la mesita de noche, una lamparita
dormitaba en silencio, pero captó mi presencia, me miró y se sorprendió tanto
que la bombilla se iluminó de inmediato.
En la cama, papá tenía todo el aspecto de estar dormido. Estaba más viejo de
lo que recordaba, pero parecía en paz y me alegré de que así fuera.
—Soy yo, papá —susurré acercándome a él—. He vuelto a casa.
Después de que le diéramos sepultura, no tardé mucho en decidir que tenía
que hacer algo para honrar su recuerdo. Colgué mis zapatillas de atletismo y me
dije que intentaría seguir con su negocio. Después de todo, papá había dedicado
tantos años a la juguetería que sería una lástima dejarla extinguirse sólo porque
su creador ya no estaba entre los vivos. Hice las paces con todas las cosas de la
tienda, a las que tanto había decepcionado, y juramos empezar de nuevo, amigos
otra vez.
Por suerte, había aprendido tantas cosas en el colegio después de nuestro
traslado al pueblo que sabía exactamente lo que me hacía.
Me levantaba todas las madrugadas a las cuatro en punto y corría durante
cinco horas antes de abrir la juguetería, sólo para mantenerme en forma. Cuando
no había clientes, es decir, siempre, hacía juguetes nuevos; toda clase de
juguetes: trenes y coches, pelotas de fútbol y barcos, rompecabezas y cubos de
letras, pero nunca marionetas. Luego los pintaba, les ponía un precio y los
colocaba en el estante adecuado. Cuando Alexander daba las seis de la tarde, me
ponía de nuevo la ropa de deporte y salía a correr varias horas hasta alguno de