Page 24 - El niño con el pijama de rayas
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5. Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones
Sólo se podía hacer una cosa, y era hablar con Padre.
Padre no había viajado desde Berlín en el mismo coche que ellos aquella
mañana. Se había marchado unos días antes, la noche del día que Bruno llegó a
casa y encontró a María revolviendo sus cosas, incluso las pertenencias que él
había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más. En los
días siguientes, Madre, Gretel, María, el cocinero, Lars y Bruno se habían
dedicado a meter sus cosas en cajas y cargarlas en un gran camión que las
trasladaría a su nueva casa de Auschwitz.
Esa última mañana, cuando la residencia había quedado vacía y ya no
parecía su hogar, metieron sus últimos objetos personales en las maletas y un
coche oficial con banderitas rojas y negras en el capó se detuvo ante su puerta
para llevárselos de allí.
Madre, María y Bruno fueron los últimos en salir de la casa, aunque Bruno
tuvo la impresión de que Madre no se percataba de que la criada seguía allí,
porque cuando echaron un último vistazo al vacío recibidor donde habían pasado
tantos momentos felices —era el sitio donde ponían el árbol de Navidad en
diciembre, el sitio del paragüero en que dejaban los paraguas mojados, el sitio
donde Bruno debía dejar sus zapatos manchados de barro cuando entraba,
aunque nunca lo hacía—, Madre sacudió la cabeza y comentó una cosa muy
extraña.
—No debimos permitir que el Furias viniera a cenar —dijo—. Hay que ver
de lo que son capaces algunos con tal de progresar.
Entonces se dio la vuelta y Bruno vio que tenía lágrimas en los ojos, pero ella
se sobresaltó al ver a María allí plantada, contemplándola.
—María —dijo, y frunció el ceño—. Creía que estabas en el coche.
—Ya me iba, señora.
—No he querido decir… —añadió Madre; sacudió la cabeza y comenzó de
nuevo—: No pretendía insinuar…
—Ya me iba, señora —repitió María, que no debía de conocer la norma que
prohibía interrumpir a Madre, y salió rápidamente por la puerta y corrió hacia el
coche.
Madre la miró un momento y se encogió de hombros, como si de cualquier
manera nada de aquello importara ya realmente.
—Vamos, Bruno —dijo, cogiéndole la mano y cerrando la puerta con llave
—. Espero que podamos volver aquí algún día, cuando haya terminado todo esto.
El coche oficial con las banderitas en el capó los llevó a una estación de
ferrocarril que tenía dos vías separadas por un ancho andén. A cada lado del
andén se encontraba un tren esperando a que subieran los pasajeros. Como había
tantos soldados desfilando por el otro lado y la alargada caseta del guardavía