Page 25 - El niño con el pijama de rayas
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interrumpía la visión, Bruno sólo pudo ver brevemente a la multitud. Entonces él
      y  su  familia  subieron  a  un  tren  muy  cómodo  en  el  que  viajaban  muy  pocos
      pasajeros, había muchos asientos vacíos y entraba bastante aire fresco cuando
      bajaban  las  ventanillas.  Si  los  trenes  hubieran  estado  orientados  en  sentidos
      opuestos, pensó, no habría parecido tan raro, pero no era así; ambos apuntaban
      hacia el este. Tuvo ganas de gritar a aquella gente que en su vagón quedaban
      muchos asientos vacíos, pero se abstuvo porque intuyó que, aunque aquello no
      hiciera enfadar a Madre, seguramente pondría furiosa a Gretel, lo cual habría
      sido peor.
        Bruno  no  había  visto  a  su  padre  desde  la  llegada  a  la  nueva  casa  de
      Auschwitz. Poco antes había creído que quizá estaba en su dormitorio, cuando la
      puerta se había entreabierto, pero resultó ser aquel joven soldado antipático que
      había mirado a Bruno con unos ojos que no reflejaban ni pizca de ternura. No
      había oído la retumbante voz de Padre ni una sola vez, ni el sonido de sus pesadas
      botas en el entarimado de la planta baja. En cambio sí había gente que entraba y
      salía, y mientras trataba de decidir qué era lo mejor que podía hacer, Bruno oyó
      un gran alboroto proveniente de abajo; salió al pasillo y se asomó a la barandilla.
        Vio  la  puerta  del  despacho  de  Padre  abierta,  y  a  cinco  hombres  delante,
      riendo y estrechándose las manos. Padre estaba en el centro del grupo; iba muy
      elegante con su uniforme recién planchado. Se notaba que se había peinado y
      puesto fijador en su pelo grueso y oscuro. Mientras lo observaba desde arriba,
      Bruno  sintió  miedo  y  admiración  a  la  vez.  El  aspecto  de  los  otros  hombres  le
      gustó  menos.  Para  empezar,  no  eran  tan  atractivos  como  Padre.  Ni  llevaban
      uniformes  recién  planchados.  Ni  sus  voces  eran  tan  retumbantes.  Ni  llevaban
      botas lustradas. Todos sostenían la gorra bajo el brazo y parecían rivalizar por la
      atención de Padre. Bruno sólo entendió algunas de las frases que decían.
        —…  Empezó  a  cometer  errores  el  mismo  día  que  llegó  aquí.  Al  final  el
      Furias no tuvo más remedio que… —dijo uno.
        —¡… Disciplina! —dijo otro—. Y competencia. Nos ha faltado competencia
      desde principios del cuarenta y dos, y sin eso…
        —… Está claro, los números no mienten. Está claro, comandante… —dijo el
      tercero.
        —… Y si construimos otro —dijo el último—, imagínese lo que podríamos
      hacer entonces… ¡Imagínese…!
        Padre alzó  una  mano  e  inmediatamente los  demás  guardaron  silencio. Era
      como si él fuera el director de un conjunto de voces masculinas.
        —Caballeros  —dijo,  y  esa  vez  Bruno  entendió  todas  y  cada  una  de  las
      palabras  que  oyó,  porque  no  había  sobre  la  tierra  ningún  hombre  capaz  de
      hacerse  oír  mejor  que  Padre  desde  un  extremo  al  otro  de  una  habitación—.
      Agradezco mucho sus sugerencias y sus palabras de ánimo. Y el pasado, pasado
      está.  Empezaremos  de  nuevo,  pero  lo  haremos  mañana.  Porque  ahora  será
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