Page 26 - El niño con el pijama de rayas
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mejor que ayude a mi familia a instalarse, o tendré más problemas aquí dentro
      de los que tienen ellos ahí fuera, ya me comprenden.
        Los otros rieron y le estrecharon la mano. Antes de marcharse, formaron una
      hilera, como si fueran soldaditos de juguete, y saludaron estirando un brazo al
      frente, como Padre había enseñado a saludar a Bruno, con la palma de la mano
      hacia abajo, levantando el brazo con un firme movimiento mientras gritaban las
      dos palabras que a Bruno le habían enseñado que debía decir siempre que alguien
      se las dijera a él. Entonces se marcharon y Padre volvió a su despacho, donde
      estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones.
        Bruno bajó despacio la escalera y vaciló un instante frente a la puerta. Estaba
      triste porque Padre no había subido a verlo durante la hora, más o menos, que él
      llevaba en la casa nueva, aunque ya le habían explicado que Padre estaba muy
      ocupado  y  no  había  que  molestarlo  por  tonterías  como  un  saludo.  Pero  los
      soldados ya se habían marchado y pensó que no pasaría nada si llamaba a la
      puerta.
        En Berlín, Bruno había estado en el despacho de Padre en contadas ocasiones,
      generalmente  porque  se  había  portado  mal  y  había  que  leerle  la  cartilla.  Sin
      embargo, la norma que se aplicaba al despacho de Padre en Berlín era una de las
      más importantes que Bruno había aprendido, y no era tan tonto como para pensar
      que no fuera a aplicarse también allí, en Auschwitz.
        Con todo, como llevaban varios días sin verse, pensó que no le importaría que
      por una vez llamara a la puerta.
        Quizá Padre no lo oyó, quizá Bruno no llamó lo bastante fuerte, pero nadie
      abrió la puerta. Así que llamó de nuevo, esta vez un poco más fuerte; entonces
      oyó una retumbante voz al otro lado de la puerta: « ¡Pase!» .
        Bruno entró y adoptó la postura acostumbrada de ojos muy abiertos, labios
      formando una O y brazos extendidos hacia los lados. El resto de la casa quizá
      fuera un poco oscuro y triste y sin muchas posibilidades para la exploración, pero
      aquella habitación era otra cosa. Para empezar, el techo era muy alto y en el
      suelo había una alfombra en la que Bruno pensó que se hundiría si la pisaba. Las
      paredes apenas se veían, recubiertas de estantes de caoba oscura llenos de libros,
      como los que había en la biblioteca de la casa de Berlín. En la pared del fondo
      había  unas  enormes  ventanas  saledizas  que  se  proyectaban  sobre  el  jardín  y
      permitían  colocar  un  cómodo  asiento  delante;  y  en  el  centro  de  todo  aquello,
      sentado  detrás  de  un  enorme  escritorio  de  roble,  estaba  Padre,  que  levantó  la
      vista de sus papeles y esbozó una ancha sonrisa.
        —¡Bruno! —exclamó. Acto seguido rodeó el escritorio y le estrechó la mano
      con  firmeza,  porque  Padre  no  era  de  la  clase  de  personas  que  dan  abrazos,  a
      diferencia de Madre y la Abuela, que los daban casi con demasiada frecuencia,
      acompañándolos de húmedos besos—. Hijo mío —añadió.
        —Hola, Padre —dijo él en voz baja, un poco intimidado por el esplendor de
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