Page 31 - El niño con el pijama de rayas
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6. La criada con un sueldo excesivo
Unos días más tarde, Bruno estaba tumbado en su cama contemplando el
techo. La pintura blanca, agrietada y desconchada, producía un efecto muy
desagradable, a diferencia de la pintura de la casa de Berlín, que nunca se saltaba
y todos los veranos recibía una capa nueva cuando Madre llamaba a los pintores.
Entornó los ojos para tratar de determinar qué había tras las finas y largas
grietas. Imaginó que en el espacio entre la pintura y el techo vivían insectos que
la empujaban y resquebrajaban, intentando crear un hueco por donde colarse
para luego escapar por una ventana. Nadie, pensó Bruno, ni siquiera los insectos,
elegirían quedarse en Auschwitz.
—Aquí todo es horrible —dijo en voz alta, aunque estaba solo en la
habitación, pero oírse decirlo le hacía sentir mejor—. Odio esta casa, odio mi
habitación y hasta odio la pintura. Lo odio todo. Absolutamente todo.
Acababa de decirlo cuando María entró por la puerta, cargada con un montón
de ropa lavada y planchada de Bruno. Vaciló un momento al verlo allí tumbado,
pero inclinó la cabeza y se dirigió en silencio hacia el armario.
—Hola —dijo Bruno; aunque hablar con una criada no era lo mismo que
hacerlo con amigos, no había nadie más por allí con quien mantener una
conversación, y era mucho más lógico que hablar solo. No había visto a Gretel
por ninguna parte y comenzaba a preocuparle la posibilidad de enloquecer de
aburrimiento.
—Señorito Bruno —saludó María con voz queda, mientras separaba las
camisetas de los pantalones y la ropa interior, para luego acomodarlo todo en
diferentes cajones y estantes.
—Supongo que estás tan descontenta como yo con este nuevo plan —dijo
Bruno. La criada lo miró con cara de incomprensión—. Con esto —explicó
Bruno, incorporándose y mirando alrededor—. Todo esto. ¿Verdad que es
espantoso? Tú también lo odias, ¿no?
María fue a responder pero se contuvo y, tras vacilar un instante, se puso a
gesticular con la boca, como probando diversas palabras que no acababa de
juzgar apropiadas. Bruno la conocía de toda la vida —María había empezado a
trabajar para ellos cuando él tenía sólo tres años—, y en general siempre se
habían llevado bien, pero hasta entonces ella nunca había dado señales de tener
vida propia. Se limitaba a hacer su trabajo: sacar el polvo, lavar la ropa, ayudar
con la compra y en la cocina; a veces llevaba a Bruno a la escuela y lo iba a
buscar, aunque desde su noveno cumpleaños decidió que ya era bastante mayor
para ir a la escuela y volver a casa solo.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta esto? —preguntó al fin la criada.
—¿Gustarme? —replicó Bruno con una débil risita—. ¿Gustarme? —repitió
con mayor énfasis—. ¡Pues claro que no me gusta! Es espantoso. No hay nada