Page 32 - El niño con el pijama de rayas
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que hacer, nadie con quien hablar o jugar. No irás a decirme que estás contenta
de que nos hayamos mudado aquí, ¿verdad?
—Me gustaba el jardín de la casa de Berlín —dijo María, sin contestar
directamente—. A veces, cuando hacía una tarde templada, me sentaba fuera, al
sol, y almorzaba bajo la hiedra aralia que crecía junto al estanque. Había unas
flores preciosas. Y un perfume… Me gustaba ver las abejas revoloteando
alrededor de las flores; si no las molestabas, no te hacían nada.
—Entonces esto no te gusta, ¿verdad? —insistió Bruno—. ¿Lo encuentras tan
horrible como yo?
María arrugó la frente.
—Eso no tiene importancia —dijo.
—¿Qué es lo que no tiene importancia?
—Lo que yo piense.
—Claro que tiene importancia —protestó Bruno, como si María se lo
estuviera poniendo difícil a propósito—. Tú formas parte de la familia, ¿no?
—No creo que tu padre esté de acuerdo con eso —dijo ella, esbozando una
sonrisa, pues las palabras del niño la habían conmovido.
—Bueno, te han traído aquí contra tu voluntad, igual que a mí. Si quieres saber
mi opinión, estamos todos en el mismo barco. Y el barco hace agua.
Bruno creyó que María le daría su propia opinión, pero se limitó a dejar el
resto de la ropa encima de la cama y apretar los puños, como si estuviera muy
enfadada por algo. Abrió la boca pero volvió a contenerse, como temerosa de
todas las cosas que podría decir si se decidía a empezar.
—Dímelo, María, por favor —suplicó Bruno—. Porque si resulta que todos
pensamos igual, a lo mejor logramos convencer a Padre de que nos lleve a casa
otra vez.
La mujer desvió la mirada, guardó silencio unos instantes y sacudió la cabeza
con tristeza antes de decir:
—Tu padre sabe qué nos conviene. Debes confiar en él.
—No sé si confío en él —repuso Bruno—. Yo creo que ha cometido un grave
error.
—Si es así, debemos aguantarnos.
—A mí, cuando cometo errores me castigan —insistió Bruno. Le fastidiaba
que las reglas que se aplicaban a los niños nunca se aplicaran a los adultos (pese a
que ellos eran quienes las imponían)—. Padre es un estúpido —añadió por lo
bajo.
María abrió los ojos como platos y retrocedió un paso, tapándose la boca con
una mano, horrorizada.
Miró alrededor para comprobar que nadie los estaba escuchando y luego lo
reprendió:
—No debes decir eso. Jamás debes decir una cosa así de tu padre.