Page 126 - Vuelta al mundo en 80 dias
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No hay reflexión, es inútil  respondió el ame-ricano, encogiéndose de hombros , puesto
                  que el maquinista asegura que pasaremos.

                   Sin duda, pasaremos; pero sería quizá más pru-dente...

                   ¡Cómo prudente!   exclamó el coronel Proctor, a quien hizo dar un salto esa palabra
                  oída por casualidad . ¡Os dicen que a toda velocidad! ¿Compren-déis? ¡A toda velocidad!

                   Ya sé, ya comprendo   repetía Picaporte, a quien nadie dejaba acabar ; pero sería, si
                  no más prudente, puesto que la palabra os choca, al menos más natural...

                   ¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué tiene que decir ése con su natural?  gritaron todos.

                  Ya no sabía el pobre mozo de quién hacerse oír.

                   ¿Tenéis acaso miedo?  le preguntó el coronel Proctor.

                  ¡Yo miedo! ~ exclamó Picaporte . Pues bien; sea. Yo les enseñaré que un francés puede
                  ser tan ame-ricano como ellos.

                   ¡Al tren, al tren!  gritaba el conductor.

                   ¡Sí, al tren!  repetía Picaporte : ¡Al tren! ¡Y al instante! ¡Pero nadie me impedirá pensar
                  que hubie-ra sido más natural pasar primero el puente a pie, y luego el tren!...

                  Nadie oyó tan cuerda reflexión, ni nadie hubiera querido reconocer su conveniencia.

                  Los viajeros volvieron a los coches: Picaporte ocupó su asiento sin decir nada de lo
                  ocurrido. Los jugadores estaban absortos en su whist.

                  La locomotora silbó vigorosamente. El maquinis-ta, invirtiendo el vapor, trajo el tren para
                  atrás durante cerca de una milla, retrocediendo como un saltarin que va a tomar impulso.

                  Después de otro silbido, comenzó la marcha hacia delante; se fue acelerando, y muy luego
                  la velocidad fue espantosa. No se oía la repercusión de los relínchos de la locomotora, sino
                  una aspiración seguida; los pistones daban veinte golpes por segun-do; los ejes humeaban
                  entre las cajas de grasa. Se sentía, por decirlo así, que el tren entero, marchando con una
                  rapidez de cien millas por hora, no gravitaba ya sobre los rieles. La velocidad destruía la
                  pesantez.

                  Y pasaron como un relámpago. Nadie vio el puente. El tren saltó, por decirlo así, de una
                  orilla a otra, y el maquinista no pudo detener su máqui-na desbocada sino a cinco millas
                  más allá de la estación.

                  Pero apenas había pasado el tren, cuando el puen-te, definitivamente arruinado, se
                  desplomaba con estrépito sobre el Medicine Bow.
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