Page 130 - Vuelta al mundo en 80 dias
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acompañaba, llevando un par de revólve-res. Mistress Aouida se había quedado en el
                  vagón, pálida como una muerta.

                  En aquel momento, se abrió la puerta del otro vagón, y el coronel Proctor apareció también
                  en la galería, seguido de su testigo, un yanqui de su temple. Pero, en el momento en que los
                  dos adversarios iban a bajar a la vía, el conductor acudió gritando:

                   No se baja, señores.

                   ¿Y por qué?  preguntó el coronel.

                   Llevamos veinte minutos de retraso, y el tren no se para.

                   Pero tengo que batirme con el señor.

                   Lo siento  respondió el empleado , pero marchamos al punto. ¡Ya suena la campana!

                  La campana sonaba, en efecto, y el tren proseguió su camino.

                   Lo siento muchísimo, señores   dijo entonces el conductor . En cualquier otra
                  circunstancia hubiera podido serviros. Pero, en definitiva, puesto que n habéis podido
                  batiros en esta estación., ¿quién os impide que lo hagáis aquí?

                   Eso no convendrá tal vez al señor   dijo e coronel Proctor con aire burlón.

                   Eso me conviene perfectamente  respondió Phileas Fogg.

                   Dicididamente estamos en América  pensó para sí Picaporte , y el conductor del tren es
                  un caba-llero de buen mundo.

                  Y pensando esto, siguió a su amo.

                  Los dos adversarios y sus testigos, precedidos de conductor, se fueron al último vagón del
                  tren, ocupado tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les pre-guntó si querían dejar un
                  momento libre sitio a dos caballeros, que tenían que arreglar un negocio de honor.

                  ¡Cómo no! Muy gozosos se mostraron los viajeros en complacer a los contendientes, y se
                  retiraron a la galería.

                  El vagón, que tenía unos cincuenta pies de largo, se prestaba muy bien para el caso. Los
                  adversarios podían marchar uno contra otro entre las banquetas y fusilarse a su gusto.
                  Nunca hubo duelo más fácil de arreglar. Mister Fogg y el coronel Proctor, provistos cada
                  uno de dos revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos los encerraron. Al primer silbido
                  de la loco-motora debía comenzar el fuego. Y luego, después de un transcurso de dos
                  minutos, se sacaría del coche lo que quedase de los dos caballeros.
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