Page 136 - Vuelta al mundo en 80 dias
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Al momento, señora.

                   Pero esos prisioneros... nuestros desventurados compañeros...

                   No puedo interrumpir el servicio  respondió el conductor . Ya llevamos tres horas de
                  atraso.

                   ¿Y cuándo pasará el otro tren procedente de San Francisco?

                   Mañana por la tarde, señora.

                   ¡Mañana por la tarde! Pero ya no será tiempo. ¡Es preciso aguardar!

                   Imposible. Si queréis partir, al coche.

                   No marcharé  respondió la joven.

                  Fix había oído la conversación. Algunos momen-tos antes, cuando todo medio de
                  locomoción le falta-ba, estaba decidido a marchar; y ahora, que  el tren estaba allí y no
                  tenía más que ocupar su asiento, le retenía un irresistible impulso. El andén de la estación le
                  quemaba los pies, y no podía desprenderse de allí. Volvió al embate de sus encontradas
                  ideas, y la cólera del mal éxito lo ahogaba. Quería luchar hasta el fin.

                  Entretanto, los viajeros y algunos heridos, entre ellos el coronel Proctor, cuyo estado era
                  grave, habían tomado ubicación en los vagones. Se oía el zumbido de la caldera y el vapor
                  se desprendía por las válvulas. El maquinista silbó, el tren se puso en marcha, y
                  desa-pareció luego, mezclando su blanco humo con el tor-bellino de las nieves.

                  El inspector Fix se quedó.

                  Algunas horas transcurrieron. El tiempo era muy malo y el frío excesivo. Fix, sentado en un
                  banco de la estación, permanecía inmóvil hasta el punto de parecer dormido. Mistress
                  Aouida, a pesar de la nevada, salía a cada momento del cuarto que estaba a su disposi-ción.
                  Llegaba hasta lo último del andén, tratando de penetrar la bruma con su vista y procurando
                  escuchar sí se percibía algún ruido. Pero nada. Aterida por el frío, volvía a su aposento para
                  volver a salir algunos momentos más tarde, y siempre inútilmente.

                  Llegó la noche, y el destacamento no había regre-sado. ¿Dónde estaría? ¿Había alcanzado a
                  los indios? ¿Habría habido lucha, o acaso los soldados, perdidos en medio de la nieve,
                  andarían errantes a la aventura? El capitán del fuerte Kearney estaba muy inquieto, si bien
                  procuraba disimularlo.

                  Por la noche, la nieve no cayó en tanta abundancia, pero creció la intensidad del frío. La
                  mirada más intré-pida no hubiera considerado sin espanto aquella oscu-, a inmensidad.
                  Reinaba un absoluto silencio en la lla-nura, cuya infinita calma no era turbada ni por el
                  vuelo de las aves ni por el paso de las fieras.
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