Page 52 - Vuelta al mundo en 80 dias
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La prudencia más vulgar les recomendaba que se fueran, lo cual hicieron al propio tiempo
                  que Phileas Fogg y sir Francis Comarty. Se ocultaron de nuevo bajo la espesura del bosque,
                  aguardando que la alarma, si la había, se desvaneciese, y dispuestos a proseguir la
                  operación.

                  Pero, ¡contratiempo funesto! Aparecieron unos guardias al otro lado de la pagoda,
                  instalándose allí para impedir la aproximación.

                  Difícil sería escribir el despecho de aquellos cua-tro hombres interrumpidos en su tarea.
                  Ahora que no podían llegar hasta la víctima, ¿cómo la salvarían? Sir Francis Cromarty se
                  roía los puños. Picaporte estaba fuera de sí y apenas podía el guía contenerlo. El impa-sible
                  Fogg aguardaba sin expresar sus sentimientos.

                   ¿Ya no resta más que echar a andar?  Pregun-tó el briadier general en voz baja.

                   No tenemos otro remedio  respondió el guía.

                   Aguardad  dijo Fogg . Me basta llegar a Hallahabad antes de mediodía.

                   Pero, ¿qué esperáis?  Respondió sir Francis Cromarty . Dentro de algunas horas será de
                  día, y...

                   La probabilidad que se nos va puede aparecer en el supremo momento.

                  El brigadier general hubiera querido leer en los ojos de Phileas Fogg.

                  ¿Con qué pensaba contar aquel inglés frío y cal-moso? ¿Quería precipitarse sobre la joven
                  en el momento del suplicio y arrebatarla a sus verdugos abiertamete?

                  Locura hubiera sido, y no podía admitirse que aquel hombre estuviera loco hasta ese
                  extremo. Sin embargo, sir Francis consintió en aguardar hasta el desenlace de tan terrible
                  escena; pero el guía no dejó a sus companeros en el paraje donde se habían refugi

                  do, sino que los llevó al sitio que precedía a la plazo-leta donde dormían los indios.
                  Abrigados nuestros vi

                  jeros por un grupo de árboles, podían observar lo que había de pasar sin ser visto.

                  Entretanto, Picaporte, sentado sobre las primeras ramas de un árbol, estaba rumiando una
                  idea que pri-meramente había cruzado por su mente como un relámpago, y acabó por
                  incrustarse en su cerebro.

                  Había comenzado por decir para sí: "¡Qué locura!" Y ahora repetía: "¿Y porqué no? ¡Es
                  una probabilidad, tal vez la única, y con semejantes brutos ... !"
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