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su esposa Barbara, en julio del mismo año. En enero de 1612
murió su protector, Rodolfo II. Los disturbios bélicos habían da-
ñado mortalmente la cultura en Praga. Así que lo que quedaba de
la familia Kepler se trasladó a Linz, con el caput familiae como
Matemático Territorial. El nuevo emperador Matías le conservó el
nombramiento de Matemático Imperial y lo dejó partir a Linz. Per-
sistía entre sus obligaciones sacar adelante las Tablas rudoifinas,
misión aceptada por las autoridades de Linz.
En dicha ciudad el clima científico y cultural distaba mucho
del de Praga. Pero además Kepler sufrió los rigores de la intransi-
EL PROCESO DE BRUJERÍA CONTRA SU MADRE
Este proceso fue espantosamente largo. En aquellos tiempos se produjo una
oleada de procesos de brujería en toda Europa, especialmente en Francia y
Alemania. Las supuestas brujas confesaban tal condición para no tener que
soportar la tortura. En cuestión de catorce años fueron quemadas treinta en
el pueblo de Leonberg, donde residía Katharina, la madre de Kepler. Por cual-
quier cuestión insignificante, la madre de Kepler resultó sospechosa de bru-
jería. Esa simple posibilidad se convertía pronto en una serie interminable de
pruebas incriminatorias. No se puede decir que las autoridades religiosas no
pusieran empeño en esclarecer la verdad. La primera denuncia fue en 1615 y
fue declarada inocente en 1621. Seis años duró el proceso, en los cuales las
denuncias y sospechas se iban acumulando como en una avalancha a partir
de indicios realmente mínimos. El hijo realizó numerosos viajes para la defen-
sa de su madre y recurrió a todas sus influencias entre los poderosos para
evitar que fuera condenada. La defendió incluso asumiendo papeles de abo-
gado. La pobre mujer fue encarcelada, donde sufrió «el frío y la soledad».
Querían que confesase, pero ella se negó en rotundo. La amenazaron con el
tormento. La llevaron a la sala de torturas para que supiera lo que le esperaba.
Se le acusaba entonces de que, a pesar de todas esas amenazas no había
llorado, como prueba de su hechicería y culpabilidad. Ella se defendió dicien-
do que había llorado tanto en su vida que no le quedaban más lágrimas. En la
cámara de torturas se negó a confesar: «Haced conmigo lo que queráis. Aun-
que me arrancarais una a una las venas de mi cuerpo no tendría nada que
confesar». Tras estar encarcelada catorce meses, fue exonerada de toda cul-
pa. Pero salió tan dañada de todos los suplicios, que la infeliz murió a los
pocos meses de haber recobrado la libertad.
84 EL ASTROFISICO