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Ungido del Señor» ( Lucas 2.26 ). Esta profecía se cumplió apenas pocos días después de que los
            pastores vieron a Jesús. De alguna manera Simeón supo que el bulto envuelto en frazadas que vio

            en los brazos de María era el Dios Todopoderoso. Para Simeón ver a Jesús fue suficiente. Ahora

            estaba listo para morir. Algunos no quieren morir sin haber visto el mundo. El sueño de Simeón no
            era tan tímido. No quería morir sin haber visto al que hizo al mundo. Tenía que ver a Jesús.

                Oró: «Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis

            ojos tu salvación» ( Lucas 2.29– 30 , cursivas añadidas).

                Los magos tenían el mismo deseo. Como Simeón, querían ver a Jesús. Como los pastores, no

            quedaron satisfechos con lo que vieron en el cielo nocturno. No es que la estrella no haya sido
            espectacular. No es que la estrella no haya sido histórica. Ser testigo del orbe centelleante era un

            privilegio, pero para los magos no fue suficiente. No fue suficiente ver la luz sobre Belén; tenían que

            ver la Luz de Belén. Fue a Él al que fueron a ver.

                ¡Y triunfaron! Todos triunfaron. Más impresionante que su diligencia fue la disposición de Jesús.

            ¡Jesús  quería que  lo vieran!  Sea que  vinieran  del potrero  o  del palacio,  sea que  vivieran  en  el
            templo o entre las ovejas, sea que su regalo fuera oro o la sincera sorpresa … a todos les dio la

            bienvenida. Busque algún ejemplo de alguna persona que anhelaba ver al infante Jesús y que se le
            impidió. No lo encontrará.

                Encontrará  ejemplos  de  los  que  no  lo  buscaron.  Aquellos,  como  el  rey  Herodes,  que  se

            contentaban con menos. Aquellos, como los líderes religiosos que preferían leer sobre Él antes que

            verlo.  La proporción  entre  los  que  no  lo  vieron  y  los  que  lo  buscaron  es de  mil  a  uno.  Pero  la
            proporción entre los que lo buscaron y los que le hallaron siempre fue de uno a uno. Todos los que

            lo buscaron lo hallaron . Mucho antes de que se escribieran las palabras, la promesa fue ratificada:

            «Dios … es galardonador de los que le buscan» ( Hebreos 11.6 ).

                Los ejemplos continúan. Considere a Juan y a Andrés. Ellos, también, fueron recompensados.

            Para ellos no fue suficiente escuchar a Juan el Bautista. La mayoría se hubiera contentado con
            servir a la sombra del evangelista más famoso del mundo. ¿Podría haber un mejor maestro? Solo

            uno. Y cuando Juan y Andrés lo vieron, dejaron a Juan el Bautista y siguieron a Jesús. Note la
            petición que hicieron.

                «Rabí», le preguntaron, «¿dónde moras?» ( Juan 1.38 ). Petición audaz. No le pidieron a Jesús

            que les diera un minuto, o una opinión, o un mensaje, o un milagro. Le preguntaron su dirección

            domiciliaria. Querían quedarse con  Él. Querían conocerle. Querían saber qué le hacía volver la
            cabeza, y que su corazón ardiera y que su alma suspirara . Querían estudiar sus ojos y seguir sus

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