Page 41 - Enamórate de ti
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Darse gusto y premiarse


  Ésta es otra manera de expresarse afecto a uno mismo. La autorrecompensa es el proceso por el cual
  nos  autoadministramos  estímulos  positivos  (cosas  o  la  posibilidad  de  tener  actividades)  que  nos

  agradan y hacen sentir mejor. Aunque parezca extraño, algo tan obvio, intrínseco al ser humano, se
  vuelve confuso y enredado para muchas personas.
        Uno de mis pacientes, un señor de edad avanzada que sufría de una depresión moderada, odiaba
  estar en su casa y no sabía por qué. Su queja era reiterada: “¡Entro a mi casa y me deprimo, me irrito,

  me pongo de mal humor!”. Finalmente decidí ir personalmente y conocer dónde habitaba el hombre,
  con el fin de hallar alguna causa que explicara su malestar. Mi exploración del lugar me llevó a
  descubrir varias razones, algunas en apariencia sin importancia, pero que realmente no favorecían el
  bienestar del anciano. Muchas de ellas, inexplicablemente, llevaban años estando en su ambiente y

  convivían  con  él  como  si  fueran  designios  negativos  inexorables,  imposibles  de  eliminar.  Por
  ejemplo:  en  el  comedor,  junto  a  la  mesa,  colgaba  de  la  pared  principal  un  enorme  cuadro  cuyo
  motivo  eran  cuatro  caballos  aterrados  y  desbocados  ante  una gran  tormenta  que  recordaba  el
  Apocalipsis. El cajón de la mesa de noche (donde guardaba sus gafas, medicinas, etcétera) estaba

  mal ajustado y cuando lo quería abrir casi siempre terminaba en el suelo. La pintura de las paredes
  del  dormitorio  era  de  un  mostaza  penetrante  (color  que  él  decía  no  soportar).  La  mayoría  de  las
  toallas que se utilizaban en la casa eran apelmazadas y almidonadas (“Debo comprar toallas”, se
  prometía una y otra vez). Las cobijas eran cortas, así que se le enfriaban los pies por la noche. Le

  fastidiaba la nata en la leche, pero los coladores la dejaban filtrar. La cortina de la biblioteca no
  dejaba pasar suficiente luz, por lo que se le dificultaba leer. Una pequeña radio, que lo conectaba
  con el mundo, tenía problemas de sonido. Y la lista continuaba. Lo que sorprendía es que el hombre
  contaba  con  el  dinero  y  los  medios  para  cambiar  estas  cosas,  pero  no  lo  hacía.  Se  había

  acostumbrado a padecer las pequeñas e insufribles incomodidades de su entorno, o dicho de otra
  forma: había  perdido  la  capacidad  de  autorreforzamiento.  Todos  tenemos  algo  de  mi  anciano
  paciente, y a veces nos metemos tanto en el sufrimiento, que llegamos a considerar que ése es nuestro
  estado  natural. Y  no  me  refiero  a  dolores  terribles  e  imposibles  de  controlar,  sino  a  cuestiones

  simples y cotidianas que podrían modificarse en un santiamén.
        Algunos aceptan convivir con cosas que no quieren o que les disgustan sencillamente porque se
  sienten culpables al deshacerse de ellas. Apuesto a que en tu armario cuelga mucha ropa que no te
  agrada y no te pones, pero ahí sigue: zapatos pasados de moda, chamarras de cuando eras dos tallas

  menor, camisas percudidas y cosas por el estilo. Todos sufrimos un poco de lo que se conoce como
  síndrome de Diógenes y guardamos cosas inútiles o absurdas (quizás en espera de la tercera guerra
  mundial  o  vaya  a  saber  de  qué).  Una  amiga  que  tiene  esta  costumbre  todavía  almacena
  cuidadosamente unos manteles amarillentos y una espantosa vajilla que le regalaron el día de su boda

  y que nunca ha utilizado ni utilizará. Su cama cruje tanto que ella se despierta cada vez que se mueve.
  La razón que esgrime para no tirar la cama lo más lejos posible es la siguiente: “No es tan horrible…
  Puedo soportarlo”. ¡Es que uno no debe vivir lo “menos horrible”, sino lo mejor posible! No es una
  cuestión de énfasis en lo horripilante o lo soportable que sea, sino de filosofía de vida. Y esto nos

  lleva al siguiente punto.



  La cultura del tacaño o cuando el ahorro se vuelve un problema
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