Page 159 - El Misterio de Salem's Lot
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—No lo sé.
Matt hizo una pausa, inquieto. Después se dirigió a la ventana. El cerrojo estaba
bien asegurado, pero Matt lo descorrió y volvió a correrlo con manos torpes. Del otro
lado, la oscuridad se apoyaba pesadamente contra el cristal.
—Llámame si necesitas algo. Incluso si tienes una pesadilla. ¿Lo harás, Mike?
—Sí.
—Lo digo en serio. Estoy al otro lado del pasillo.
—De acuerdo.
Vacilante, con la sensación de que había otras cosas que debería hacer, Matt se
retiró.
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No durmió ni un instante, y lo único que lo disuadía de llamar a Ben Mears era la
seguridad de que en la pensión de Eva todo el mundo estaría ya acostado. La mayoría
de los huéspedes eran ancianos, y cuando el teléfono sonaba a altas horas de la noche
quería decir que había muerto alguien.
Siguió tendido, inquieto, mirando cómo las manecillas luminosas del despertador
pasaban de las once y media a las doce. En la casa reinaba un silencio extraño, tal vez
porque sus oídos estaban agudizados para detectar el menor ruido. La casa era vieja y
de construcción sólida. No se oía otro ruido que el del reloj y el débil susurro del
viento en el exterior. Entre semana ningún coche pasaba por Taggart Stream Road a
esas horas de la noche.
Lo que estás pensando es una locura, se dijo.
Pero, paso a paso, se había visto obligado a retroceder hacia esa certeza. Claro
que, como literato, era lo primero que se le había ocurrido cuando Jimmy Cody le
señaló el caso deDanny Glick. Él y Cody se habían reído del asunto. Tal vez ése fuera
el castigo por reírse.
¿Arañazos?, se preguntó. Esas marcas que tenía Mike no eran arañazos. Claro que
no. Eran pinchazos.
A uno le enseñaban que esas cosas no podían ser; que las cosas como la Cristabel
de Coleridge o el siniestro cuento de hadas de Bram Stoker no eran más que la
urdimbre y la trama de la fantasía. Claro que existían los monstruos; eran los hombres
que en seis países apoyaban el dedo en los botones nucleares, los secuestradores, los
genocidas, los violadores de niños. Pero esto no. Uno sabe que no es así. Que la
marca del diablo que tiene una mujer en el pecho no es más que una verruga, que el
hombre que regresó de entre los muertos y llamó a la puerta de su mujer envuelto en
los atavíos del sepulcro padecía de ataxia locomotriz, que el monstruo que se
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