Page 160 - El Misterio de Salem's Lot
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acurruca en el rincón del dormitorio de un niño no es más que un montón de mantas.
Algunos clérigos habían proclamado incluso que Dios, ese venerable brujo blanco,
había muerto.
Ningún ruido se oía en el pasillo. Está durmiendo, pensó Matt. Bueno, ¿por qué
no? ¿Por qué había invitado a Mike a su casa, sino para que durmiera bien toda la
noche, sin que lo interrumpieran los... los malos sueños? Se levantó de la cama,
encendió la lámpara y fue hacia la ventana. Desde allí apenas se podía distinguir el
tejado de la casa de los Marsten, bajo la luz helada de la luna. Tengo miedo, pensó.
Mentalmente, evocó las antiquísimas protecciones contra una enfermedad
innombrable: el ajo, la hostia y el agua bendita, el crucifijo, la rosa, el agua corriente.
Él no tenía ninguna cosa sagrada. Era metodista y no practicaba.
El único objeto religioso que había en la casa era...
De pronto, en la casa silenciosa se oyó la voz de Mike Ryerson:
—Sí. Adelante.
La respiración de Matt se detuvo y después exhaló un suspiro silencioso. Se sintió
desmayar de espanto. Parecía que el vientre se le hubiera vuelto de plomo. ¿Qué, en
nombre de Dios, había sido invitado a entrar en su casa?
Oyó el ruido que hacía el cerrojo de la ventana del cuarto de huéspedes al
correrse. Y el chirrido de madera contra madera, al abrirse lentamente la ventana.
Podía bajar las escaleras y coger la Biblia en el aparador del comedor. Volver a
subir corriendo, abrir la puerta de la habitación de huéspedes, sosteniendo en alto la
Biblia, y leer: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te conmino a
que te vayas...»
Pero ¿quién estaba allá?
«Llámame si necesitas algo.» Pero no puedo, Mike. Soy un viejo y tengo miedo.
La noche se adueñó de su cerebro en un desfile de imágenes terroríficas que
aparecían y desaparecían en las sombras. Blancos rostros de payaso, ojos enormes,
dientes agudos, formas que se deslizaban de la sombra con largas manos blancas
tendidas para... para...
Mientras se cubría el rostro con las manos, emitió un gemido estremecedor.
No puedo. Tengo miedo.
No podría haberse levantado ni siquiera si el picaporte de bronce de su puerta
hubiera empezado a girar. Estaba paralizado por el miedo y anheló locamente no
haber ido esa noche a la taberna de Dell.
Tengo miedo, se repitió.
Y en el espantoso silencio de la casa, mientras seguía sentado en la cama,
impotente, con el rostro oculto entre las manos, oyó la risa aguda, dulce, maligna de
un niño...
... y después, la succión.
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