Page 197 - El Misterio de Salem's Lot
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mandíbula,  y  entonces  al  muchacho  se  le  resbalan  los  arreos  a  causa  de  la
           transpiración  y  uno  se  rasguña  la  piel  del  brazo  y  cuando  mira  alrededor  en  esa
           desolada, desesperada fracción de segundo en que siente que podría abandonarlo todo

           para dedicarse a la bebida o ir al banco para declararse en quiebra, en ese momento
           en que odia a la tierra y la suave succión de la gravedad que lo ata a ella, es cuando
           sabe de oscuridades y comprende que siempre lo ha sabido. La tierra le retiene a uno

           implacablemente, lo mismo que la casa y la mujer de quien uno se enamoró (sólo que
           entonces era una muchacha y uno no sabía mucho de muchachas, salvo que tenía una
           y estaba pendiente de ella, y ella escribía el nombre de uno en la tapa de todos sus

           libros). Primero uno la conquistó y después ella le conquistó a uno y desde entonces
           ninguno de los dos tuvo que preocuparse más por eso. Y luego vinieron los hijos, esas
           criaturas que uno concibió en la rechinante cama matrimonial, con ella debajo de uno.

           Seis niños, o siete, o diez. Y el banco le tiene a uno cogido, y el que le vendió el
           automóvil, y las tiendas Sears de Lewiston, y John Deere en Brunswick. Pero sobre

           todo le tiene a uno cogido el pueblo, porque lo conoce como conoce la forma del
           pecho de su mujer. Uno sabe quién anda dando vueltas durante el día por la tienda de
           Crossen porque Knapp Shoe lo despidió. Sabe quién nene líos de mujeres antes de
           que  él  mismo  lo  sepa,  como  le  sucede  a  Reggie  Sawyer,  a  quien  el  chico  de  la

           compañía telefónica le está seduciendo la dama; uno sabe a dónde van los caminos, y
           a dónde se puede ir los viernes al anochecer a tomar un par de cervezas con Hank y

           Nolly Gardener. Uno conoce el terreno y por dónde hay que atravesar los pantanos en
           abril sin mojarse las botas hasta arriba. Uno lo conoce todo. Y el pueblo le conoce a
           uno,  sabe  el  dolor  que  le  deja  en  el  trasero  el  asiento  del  tractor  después  de  estar
           arando durante toda la jornada y sabe que eso que tiene en la espalda sólo es un quiste

           y que no es nada serio como dijo al principio el doctor, y sabe cómo le da vueltas a
           uno la cabeza con las facturas que van llegando durante la última semana del mes.

           Las mentiras son transparentes, hasta las que uno se dice a sí mismo, como que el año
           que viene, o el otro llevará a la mujer y a los chicos a Disneylandia, como que si corta
           la leña el próximo otoño podrá pagar los plazos de un nuevo televisor en color, como
           que  todo  va  a  salir  perfecto.  Estar  en  el  pueblo  es  como  un  coito  cotidiano,  tan

           completo que por comparación todo lo que uno hace con su mujer en la cama no
           parece  más  que  un  apretón  de  manos.  Estar  en  el  pueblo  es  visceral,  sensual,

           alcohólico. Y en la oscuridad, el pueblo es de uno y uno es del pueblo y el sueño de
           ambos es como el de los muertos, como el de las piedras. Aquí no hay otra vida que
           la lenta muerte de los días, de modo que cuando el mal se abate sobre el pueblo, su

           llegada parece casi preordenada, dulce e hipnótica. Es casi como si el pueblo supiera
           que el mal se aproxima, y qué forma tomará.
               El pueblo tiene sus secretos y los sabe guardar. La gente no los conoce todos.

           Saben que la mujer del viejo Albie Crane se largó con un viajante de Nueva York... o




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