Page 198 - El Misterio de Salem's Lot
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creen saberlo. Pero Albie le partió el cráneo cuando el viajante la abandonó y después
           le ató una piedra a los pies y la arrojó al viejo pozo. Veinte años después Albie murió
           pacíficamente en su cama de un ataque al corazón, lo mismo que morirá más tarde en

           este  relato  su  hijo  Joe.  Tal  vez  un  día  algún  chiquillo  tropiece  con  el  viejo  pozo
           escondido por una maraña de zarzamoras y aparte las tablas pulidas y descoloridas
           por el tiempo y vea allí ese esqueleto mirando fijamente con ojos vacíos desde el

           fondo del pozo.
               Saben que Hubie Marsten mató a su mujer, pero no saben qué le hizo hacer antes,
           o qué pasó entre ellos en la cocina momentos antes de que él le volara la cabeza,

           mientras el aroma de las madreselvas estaba suspendido en el aire sofocante como el
           olor dulzón que emana de un osario. No saben que ella le rogaba que lo hiciera.
               Algunas de las mujeres más viejas del pueblo —Mabel Werts, Glynis Mayberry,

           Audrey Hersey— recuerdan que Larry McLeod encontró unos papeles carbonizados
           en  la  chimenea  del  piso  de  arriba,  pero  nadie  sabe  que  los  papeles  eran  la

           correspondencia de doce años entre Hubie Marsten y un noble austriaco apellidado
           Breichen. Tampoco saben que la correspondencia de estos hombres se había iniciado
           merced a los buenos oficios de un extraordinario librero de Boston que falleció de
           una muerte horrible en 1933, ni que Hubie quemó todas y cada una de las cartas antes

           de colgarse, echándolas una a una al fuego, mirando cómo las llamas ennegrecían el
           papel color crema e iban borrando aquella caligrafía elegante y diminuta. No saben

           que sonreía mientras lo hacía, de la misma manera que sonríe ahora Larry Crockett
           cuando piensa en los títulos de propiedad que duermen en la caja de seguridad de su
           banco en Portland.
               Saben que Coretta Simons, la viuda del viejo Jumpin Simons, se está muriendo

           lenta y terriblemente de cáncer de intestino, pero no saben que hay más de treinta mil
           dólares en efectivo escondidos tras el sucio empapelado del comedor, que cobró de

           una póliza de seguro y que no llegó a gastar y de la que ahora, en su última agonía, se
           ha olvidado por completo.
               Saben que un incendio devoró la mitad del pueblo en aquella brumosa tarde de
           septiembre de 1951, pero no saben que fue provocado, ni saben que el muchacho que

           lo provocó fue el que hizo el discurso de despedida de su clase al graduarse en 1953 y
           que después consiguió una fortuna en Wall Street, y aunque lo hubieran sabido no

           habrían  sabido  qué  fue  lo  que  le  indujo  a  hacerlo  ni  la  forma  en  que  siguió
           carcomiéndole los sesos durante veinte años, hasta que una embolia cerebral le llevó
           prematuramente a la tumba a los cuarenta y seis años.

               Ignoran que el reverendo John Groggins se despierta a veces a medianoche con
           sueños  horribles;  sueños  en  los  que,  desnudo  y  meloso,  predica  ante  la  clase  de
           catecismo para niñas de los jueves por la noche, mientras ellas le miran con ojos de

           deseo;  o  que  ese  viernes  Floyd  Tibbits  estuvo  sumido  todo  el  día  en  un  sopor




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