Page 196 - El Misterio de Salem's Lot
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SOLAR (III)




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               El pueblo sabía de oscuridades.

               Conocía la oscuridad que desciende sobre la tierra cuando la rotación la oculta del
           sol, y sabía de la oscuridad del alma humana. El pueblo es una acumulación de tres
           partes.  El  pueblo  es  la  gente  que  vive  allí,  los  edificios  que  han  levantado  para

           cobijarse o comerciar en ellos, y es la tierra. Los habitantes son escoceses, ingleses y
           franceses.  Hay  otros,  claro,  pero  no  son  muchos.  En  ese  crisol  nunca  se  hicieron
           muchas  amalgamas.  Casi  todos  los  edificios  están  construidos  de  madera  noble.

           Muchas de las casas más viejas son de estilo colonial con doble planta al frente, y la
           mayoría de los negocios tienen dos frentes, aunque nadie podría decir por qué. La
           gente sabe que detrás de esas falsas fachadas no hay nada, de la misma manera que

           saben que Loretta Starcher usa postizos en el sostén. El suelo tiene base de granito y
           está  cubierto  por  una  delgada  capa  de  tierra.  La  labranza  es  un  trabajo  ingrato,
           agotador,  miserable  y  disparatado.  La  reja  del  arado  desentierra  grandes  trozos  de

           granito  y  se  rompe  contra  ellos.  En  mayo  uno  saca  el  camión  tan  pronto  como  el
           suelo se ha secado lo bastante, y con sus hijos varones se pone a llenarlo de piedras;
           las  va  arrojando  en  la  enorme  pila  cubierta  de  malezas  donde  hace  la  misma

           operación desde 1955, cuando por primera vez decidió tomar el toro por los cuernos.
           Y cuando ha recogido lo suficiente y tiene los dedos entumecidos, entonces engancha

           el arado en el tractor y antes de haber abierto dos surcos ya se le ha roto una de las
           rejas en una piedra traicionera. Y mientras cambia la reja y el hijo mayor sostiene los
           arreos para que pueda trabajar, le pasa junto al oído el primer mosquito sediento de
           sangre de la temporada, con ese zumbido conmovedor que siempre le hace pensar a

           uno que ése debe de ser el ruido que oyen los chiflados antes de matar a todos sus
           hijos o de cerrar los ojos en la carretera y pisar el acelerador o de accionar con el

           dedo  gordo  del  pie  el  gatillo  de  la  escopeta  que  acaba  de  ponerse  bajo  su  propia


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