Page 191 - El Misterio de Salem's Lot
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tema, bajo la luz de las bombillas eléctricas. Y ahora Susan tenía miedo. Pregunta: Si
se pone a un psicólogo en una habitación junto con un hombre que piensa que es
Napoleón, y se los deja allí durante un año (o diez o veinte), ¿encontraremos a dos
psicólogos o a dos chalados con la mano metida en el chaleco? Respuesta: No hay
datos suficientes para responder.
Empezó a hablar:
—El domingo, Ben y yo pensábamos tomar la carretera uno y llegar hasta
Camden..., ya sabe, el pueblo donde filmaron La caldera del diablo, pero ahora, por
supuesto, tendremos que esperar. Ahí hay una preciosa iglesia...
Descubrió que no le costaba nada seguir divagando, por más que tuviera las
manos tensamente entrelazadas sobre el regazo. Su mente consciente estaba tranquila,
ajena a toda impresión de historias de sanguijuelas y muertos vivientes. Era de la
médula espinal, con su ancestral red de nervios y ganglios, de donde emanaba el
terror en oscuras oleadas.
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Subir por las escaleras fue lo más difícil que Matt Burke había hecho en su vida.
Salvo una cosa, tal vez.
A los ocho años había estado en un grupo de boy scouts. La casa principal del
campamento estaba a un kilómetro y medio por el camino. Ir hasta allí era muy grato;
estupendo, porque uno iba por la tarde, con las últimas luces del día. Pero uno volvía
cuando se había iniciado el crepúsculo y la sombras se cernían sobre el camino,
largamente retorcidas. Pero si la reunión había sido especialmente entusiasta y se
había hecho tarde, había que volver de noche, en plena oscuridad. Solo.
Solo. Sí, ésa es la palabra clave, la palabra más tremenda. Asesino no le llega a
los talones, e infierno no es más que un pálido sinónimo...
Por el camino había una iglesia en ruinas, antiguo centro de reuniones metodistas,
que se erguía vacilante al final de una extensión de hierba irregular y quemada por las
heladas. Cuando uno pasaba por delante de sus ventanas insensatas que lo miraban
con fijeza, se le moría en los labios la canción que venía silbando y empezaba a
pensar en lo que habría dentro», los candelabros caídos, los libros de himnos podridos
por la humedad, el desmoronado altar donde ahora sólo los ratones celebraban el
ritual... y se preguntaba también qué más podía haber allí, aparte de los ratones; qué
locuras, qué monstruos. Tal vez en ese momento estuvieran siguiéndolo a uno con sus
amarillos ojos de víbora. Y tal vez una noche no se conformaran con espiar; tal vez
alguna noche esa puerta astillada que apenas se sostenía en los goznes se abriría de
pronto, y uno vería allí algo capaz de enloquecerlo.
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