Page 186 - El Misterio de Salem's Lot
P. 186
Matt no respondió a la llamada ni vociferó «¡Adelante!» como era su costumbre.
—¿Quién es? —preguntó una voz muy contenida, que a Susan le costó reconocer.
—Susie Norton, señor Burke.
Cuando Matt abrió la puerta, para Susan fue una sorpresa ver cómo había
cambiado su aspecto. Parecía viejo y ojeroso. Un momento después advirtió que
llevaba al cuello un pesado crucifijo de oro. Había algo tan extraño y ridículo en ese
ornamento que brillaba sobre la camisa de tela escocesa que Susan estuvo a punto de
reír, pero se contuvo.
—Entra. ¿Dónde está Ben?
Cuando lo supo, el rostro de Matt se ensombreció.
—Así que a Floyd Tibbits no se le ha ocurrido más que hacerse el amante
agraviado, ¿no? Bueno, pues no podría haber sucedido en un momento más
inoportuno. Esta tarde a última hora trajeron a Mike Ryerson de Portland para que
Foreman prepare el funeral. Imagino que nuestra visita a la casa de los Marsten
quedará para otra ocasión...
—¿Qué visita? ¿Y qué es eso de Mike?
—¿Quieres café? —preguntó Matt con aire ausente.
—No. Quiero saber qué está ocurriendo. Ben me dijo que usted me lo explicaría.
—Pues vaya tarea que me encarga. A Ben puede resultarle fácil decir que te lo
cuente todo. Hacerlo es más difícil, pero lo intentaré.
—¿Qué...?
Matt levantó una mano.
—Una pregunta antes, Susan. El otro día, tú y tu madre fuisteis a la nueva tienda.
—Sí. ¿Por qué?
—¿Puedes darme tu impresión del lugar, y más específicamente de su
propietario?
—¿Del señor Straker?
—Sí.
—Bueno, como persona es encantador. Tiene modales de cortesano, si quiere una
palabra para definirlo. Elogió a Glynis Mayberry su vestido, y ella se ruborizó como
una colegiala. Y a la señora Boddin le preguntó por el vendaje que tenía en el brazo...
se había salpicado con aceite caliente, ¿sabe? Entonces le dio una receta para
cataplasma y se la escribió. Y cuando vino Male... —Susan rió al recordarlo.
—¿Sí?
—Le ofreció una silla. Pero no una silla, sino una especie de trono. Enorme, de
caobatallada. Él mismo se la trajo desde la trastienda, sin dejar de sonreír y de
conversar con las demás señoras. Y debía pesar unos cincuenta kilos. La dejó caer en
el suelo y acompañó a Mabel a que se sentara; hasta la tomó del brazo. Y ella lo dejó
hacer, entre risitas. Si usted ha visto las risitas de Mabel, no le queda nada por ver. Y
www.lectulandia.com - Página 186