Page 199 - El Misterio de Salem's Lot
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enfermizo, sintiendo el sol como algo aborrecible sobre su piel extrañamente pálida,
           recordando apenas vagamente que había ido a ver a Ann Norton, pero no que había
           atacado a Ben Mears; pero sí recordaba la gratitud con que saludó la puesta de sol, la

           gratitud y la anticipación de algo grande y grato; o que Hal Griffen tiene seis revistas
           obscenas  ocultas  en  el  fondo  de  su  armario  y  con  ellas  se  masturba  cada  vez  que
           puede; que George Middler tiene una maleta llena de bragas y sostenes de seda, y de

           medias y leotardos, y que a veces baja las cortinas del piso donde vive, encima de la
           ferretería, y cierra la puerta con cerrojo y cadena y se pone de pie frente al espejo de
           cuerpo entero que tiene en el dormitorio hasta que jadea y entonces se arrodilla y se

           masturba,  que  Cari  Foreman  trató  de  chillar  cuando  Mike  Ryerson  empezó  a
           estremecerse sobre la mesa metálica del sótano de la funeraria, y que el grito se le
           ahogó en la garganta cuando Mike abrió los ojos y se sentó; o que el pequeño Randy

           McDougall no se defendió siquiera cuando Danny Glick se coló por la ventana de su
           dormitorio y levantó al bebé de su cuna para clavarle los dientes en el cuello todavía

           amoratado por los golpes de la madre. :
               Ésos son los secretos del pueblo. Algunos se sabrán más adelante y otros nunca se
           sabrán. El pueblo los guarda en su seno, detrás del más impasible e imperturbable de
           los rostros.

               Al pueblo no le importa la obra del diablo más de lo que le importa la obra de
           Dios, ni la del hombre. Sabía de oscuridades. Y con la oscuridad le bastaba.




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               Sandy McDougall se dio cuenta de que algo iba mal cuando despertó, pero no
           sabía exactamente qué. El otro lado de la cama estaba vacío; era el día libre de Roy,

           que  se  había  ido  a  pescar  con  unos  amigos.  Volvería  al  mediodía.  Nada  estaba
           quemándose, y a Sandy no le dolía nada. Entonces, ¿qué podía ir mal?
               El sol. El sol era lo que estaba mal.

               Ya  daba  de  lleno  sobre  el  empapelado,  oscilando  entre  las  sombras  que
           proyectaba el arce por la ventana. Pero Randy siempre la despertaba antes de que el
           sol estuviera tan alto como para que la sombra del arce diera sobre la pared*..

               Sus ojos sobresaltados se dirigieron al reloj que había sobre la cómoda. Eran las
           nueve y diez.
               La alarma le cerró la garganta.

               —¿Randy?  —llamó  y  la  bata  onduló  tras  ella  mientras  corría  por  el  estrecho
           pasillo del remolque—. ¿Randy?
               El dormitorio del bebé estaba bañado por la escasa luz que entraba por la única

           ventanita, situada encima de la cuna... y abierta. Pero Sandy la había cerrado cuando




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