Page 210 - El Misterio de Salem's Lot
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Mediaba la tarde cuando Franklin Boddin y Virgil Rathbun llegaron al portón de
           madera situado al final de la bifurcación de Burns Road, unos tres kilómetros más
           allá  del  cementerio  de  Harmony  Hill.  Iban  en  la  camioneta  Chevrolet  1957  de

           Franklin, un vehículo que allá por el primer año del segundo mandato presidencial de
           Ike Eisenhower había sido de color marfil, pero que ahora era una mezcla de marrón
           y rojo. Más o menos una vez al mes, él y Virgil llevaban al vertedero un cargamento

           de botellas vacías, latas de cerveza vacías, barrilillos vacíos, botellas de vino vacías y
           de vodka Popov.
               —Cerrado —anunció Franklin Boddin, mientras intentaba leer el cartel clavado al

           portón—. Vaya, que me cuelguen.
               Se bebió un trago de la botella que llevaba entre las piernas, y se enjugó la boca
           con el brazo.

               —Hoy es sábado, ¿no?
               —Pues sí —le confirmó Virgil Rathbun, que no tenía la más remota idea de si era

           sábado o martes. Estaba tan borracho que ni siquiera sabía con seguridad el mes en
           que vivía.
               —El vertedero está abierto los sábados, ¿no? —siguió preguntando Franklin.
               Aunque no hubiera más que un cartel, él veía tres. Volvió a entrecerrar los ojos.

           Los tres decían «Cerrado». La pintura era roja, y había salido indudablemente de la
           lata que Dud Rogers, el encargado, guardaba dentro de su cabaña, junto a la puerta.

               —Jamás  ha  estado  cerrado  los  sábados  —afirmó  Virgil.  Se  llevó  la  botella  de
           cerveza a la boca, pero no acertó y se echó un chorro en el hombro izquierdo—. Dios,
           esto es el colmo.
               Cerrado repitió Franklin con creciente indignación—. Ese hijo de puta se ha ido

           de parranda, eso es lo que pasa. Ya le voy a dar yo cerrado. —Encendió el motor y
           puso la primera.

               Con  la  sacudida  la  cerveza  se  derramó,  espumeante,  de  la  botella  que  llevaba
           entre las piernas, y empezó a correrle por los pantalones.
               —¡Adelante, Franklin! —gritó Virgil, mientras dejaba escapar un sonoro eructo.
               Franklin puso la segunda y aceleró por el camino irregular y cubierto de baches.

           La camioneta saltaba sobre sus gastados amortiguadores, mientras las botellas que
           caían de la parte de atrás se estrellaban contra el suelo. Las gaviotas se elevaron en

           vastos círculos vociferantes.
               A  unos  cuatrocientos  metros  del  portón,  la  bifurcación  de  Burns  Road  (lo  que
           ahora  llamaban  el  camino  del  vertedero)  terminaba  en  un  amplio  descampado

           destinado a la basura. Arces y alisos se abrían para dejar libre una gran superficie
           plana  de  tierra  removida  y  surcada  por  la  vieja  excavadora  que  Dud  usaba  y  que
           ahora estaba aparcada junto a su cabaña. Más allá estaba el pozo donde iba a parar el

           material combustible. Basuras y desperdicios, adornados por el brillo de botellas y




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