Page 212 - El Misterio de Salem's Lot
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volvió a ajustar en la cintura los pantalones verdes de trabajo.
               —Vamos a ver a Dud —propuso.
               Virgil se pisó el cordón de un zapato y cayó sentado de culo.

               —¡Joder, qué mal que hacen los zapatos últimamente —masculló.
               Mientras se acercaban a la cabaña de Dud vieron que la puerta estaba cerrada.
               —¡Dud! —vociferó Franklin—. ¡Eh, Dud Rogers!

               Dio un golpe a la puerta y la cabaña entera se estremeció. El gancho que cerraba
           la puerta por dentro se soltó, y ésta se abrió, vacilante. La cabaña estaba vacía, pero
           se  percibía  un  olor  dulzón  y  enfermizo  que  hizo  que  los  dos  hombres  se  miraran

           poniendo  mala  cara,  a  pesar  de  estar  acostumbrados  a  toda  clase  de  hedores.  A
           Franklin le recordó fugazmente los encurtidos que han pasado muchos años en un
           recipiente, a oscuras, hasta que el líquido en que están sumergidos se pone blancuzco.

               —Huele peor que la gangrena —masculló Virgil.
               Sin embargo, la cabaña estaba impecablemente limpia. La camisa de Dud pendía

           de un gancho encima de la cama, la astillada silla de cocina estaba junto a la mesa, y
           el jergón estaba tendido como si fuera un catre de campaña. La lata de pintura roja,
           con  churretones  aún  frescos  en  los  costados,  estaba  situada  sobre  un  periódico
           doblado, detrás, de la puerta.

               —Si no salimos de aquí acabaré vomitando —anunció Virgil, cuyo rostro había
           adquirido un tono blanco verdoso.

               Franklin, que no se sentía mejor, retrocedió y cerró la puerta.
               Ambos se quedaron mirando el vertedero, tan desierto y estéril como la luna.
               —Por aquí no está —concluyó Franklin—. Andará por el bosque.
               —¿Frank?

               —¿Qué?
               —La puerta tenía el seguro puesto por dentro. Si Dud no está ahí, ¿cómo salió?

               Sobresaltado,  Franklin  se  dio  vuelta  a  mirar  la  cabaña.  Por  la  ventana,  pensó
           decir, pero no lo dijo. La ventana no era más que un rectángulo recortado y cubierto
           con un plástico transparente. Y no era bastante grande para que Dud, con su giba,
           pudiera pasar por allí.




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               —Qué importa —gruñó hoscamente—. Si Dud no quiere darnos nuestra parte,

           que se muera. Vamonos de aquí.
               Volvieron  hacia  la  camioneta,  mientras  Franklin  sentía  que  algo  se  infiltraba  a
           través  de  la  membrana  protectora  de  la  ebriedad;  algo  pavoroso.  Era  como  si  el

           vertedero tuviera una palpitación propia, un latido lento, pero lleno de una terrible




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