Page 211 - El Misterio de Salem's Lot
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latas de aluminio, sé elevaban en dunas gigantescas.
—¡Maldito jorobado inservible! Parece que en toda la semana no ha enterrado ni
quemado nada —masculló Franklin, y pisó el freno, que se hundió hasta el suelo con
un chillido mecánico. Al cabo de un momento el vehículo se detuvo—. Estará
durmiendo la mona, eso es lo que pasa.
—Nunca he oído que Dud bebiera mucho —comentó Virgil mientras arrojaba por
la ventanilla la botella vacía y sacaba otra de la bolsa marrón que descansaba en el
suelo. La abrió contra el picaporte de la puerta y la cerveza, enloquecida por los
saltos, se le derramó burbujeando sobre la mano.
—Todos los jorobados beben —sentenció sabiamente Franklin. Después de
escupir por la ventana, se dio cuenta de que estaba cerrada y frotó con la manga de la
camisa el vidrio rayado y opaco—. Vamos a verle. Tal vez le pase algo.
Dio marcha atrás a la camioneta, describiendo un amplio círculo impreciso, hasta
detenerla con la parte trasera contra la última acumulación de desperdicios de Solar.
Cuando apagó el motor, el silencio dejó sentir repentinamente su peso sobre ellos. A
no ser por los graznidos inquietos de las gaviotas, no se oía ruido alguno.
—Vaya quietud —murmuró Virgil.
Bajaron del vehículo para dirigirse hacia la parte de atrás. Franklin retiró las
trabas que sostenían la puerta abatible y la dejó caer con estrépito. Las gaviotas que
habían estado comiendo hacia el fondo del vertedero se elevaron en una nube, entre
aletazos y graznidos.
Sin decir palabra, los dos hombres subieron a la caja de la camioneta y empezaron
a descargarla. Las bolsas de plástico verde caían rodando y se abrían al aplastarse
contra el suelo. Era tarea conocida para ambos. Los dos eran una parte del pueblo que
pocos turistas veían, primero porque el pueblo mismo los ignoraba en virtud de un
acuerdo tácito, y segundo porque Franklin y Virgil se habían recubierto de una
coloración protectora. Si uno se cruzaba con la camioneta por el camino, se olvidaba
de ella en el mismo momento en que desaparecía del espejo retrovisor. Si por
casualidad se veía la choza en que vivían, y desde la cual una chimenea de lata
enviaba al pálido cielo de noviembre una línea delgada de humo, no se le prestaba
atención. Si alguien tropezaba con Virgil cuando éste salía de la cooperativa de
Cumberland con una botella de vodka barata en una bolsa de papel marrón, le
saludaba con un «hola» sin que después .pudiera recordar con quién se había
encontrado: la cara le parecía familiar, pero el nombre se le escapaba. El hermano de
Franklin era Derek Boddin, el padre de Richie (el recientemente derrocado rey del
colegio de Stanley Street), y Derek casi se había olvidado de que su hermano aún
vivía y estaba en el pueblo. Franklin había superado la condición de oveja negra: era
completamente gris.
Una vez vacía la camioneta, Franklin le dio un puntapié a la última lata y se
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